Sevilla

Lo andaluz cara y cruz

La Razón
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El hecho de tener una cara propicia que también tengamos una caricatura. La base real ya existe, y Cervantes nos hace reír, remedando las expresiones del vizcaíno, como el francés Labiche hace lo mismo del «auvergnac», honesto nativo de la región de Auvernia.

Para los extranjeros, la cultura española está teñida de andalucismo. Mucho debe ser lo singular, lo pintoresco y exótico de su idiosincrasia. Lo primero y más paradójico es que en Andalucía «se habla andaluz», y muchas personas no tenemos otro remedio que aprender un poco de andaluz profundo para entendernos en casos extremos. Lo segundo, es la satisfacción que experimentan de sentirse andaluces. Allí, nada de separatismos, donde todo es tan singular. El genio andaluz los mantiene encantados y separados, como no lo están otras regiones amargadas y vindicativas. Son los sujetos, anímicamente, más autosuficientes del complejo peninsular. Pero, como es natural, de su caricatura no se libra nadie.

Una vez invité a dos amigos para que se conocieran, uno cordobés y el otro londinense, que hablaba my correctamente español. Los dos muy cultos. El cordobés no dejó de hablar casi a la velocidad de la luz, comiéndose el final de muchas palabras. Dijo cosas muy ingeniosas, pero el inglés me preguntaba por lo bajo: –«¿Qué está diciendo?». Y yo se lo traducía simultáneamente al español.

¡He aquí lo maravilloso! Aquel altivo e ingenioso sultán, encontraba tan natural dicha situación, como si fuera una entrevista diplomática con algún embajador cristiano, acompañado por su correspondiente intérprete morisco. El sujeto debía decirse con la mayor seguridad: –«Como andaluz de cuerpo entero y prototipo de fama internacional, tengo derecho a ser traducido a toda lengua foránea, como las óperas con subtítulos». Tuve que hacer esfuerzos para no reír, y ninguno para hacer cambiar de talante al susodicho, porque era imposible. Cuando el londinense se fue, dijo aquel: –«¡Qué persona tan encantadora, y lo bien que "sabe escuchar!"».

Pero el otro jamás volvió a comunicarse directamente con él, aunque mis traducciones le dieron cuenta del agudo ingenio cordobés. Y, a veces, me preguntaba qué cosas tan peregrinas seguía diciendo aquel imponente oráculo andaluz, con tan estropajosos arabescos.

Tal requerimiento me confundía, temía decirle que aquel modo de comportarse y hablar, se denominaba «gracejo andaluz». Y aquel erudito sultán era el paradigma del dichoso «gracejo» y uno de los más «atacados», de aquellos que se sienten andaluces con la intensidad de un orgasmo. Esto es envidiable. Esta forma extrema de manifestarse nos la podemos encontrar en un refinado intelectual o una señorita de la más alta cuna. Parece raro que, después de cursar altos estudios y alternar con la mas decantada sociedad, haya andaluces que no se despojen nunca de tan extrema singularidad: que a veces necesiten literales traductores, como Valle-Inclán reclamaba de los hermanos Álvarez Quintero.

Una noche, recién llegado yo a Sevilla, tomando unas copas con amigos en un bar, se presentó de improviso una bella y elegante damita, que se puso a contar su vida y la de otros, entre carcajadas argentinas y sentidas lágrimas, todo a la vez. Bastante sorprendido, pregunté por lo bajo a uno de los asistentes: –«¿Quién es? ¿La conocéis vosotros?». –«¡Pues claro! Es graciosa y es marquesa y una animadora como no hay dos. Se la siente vivir con tanta pasión que parece loca, pero no lo está. Sólo tiene un temperamento extraordinario: Escúchala».

Casi todo eran alusiones, indirectas, sobreentendidos, guiños cómplices, risas y lágrimas. Y así, durante más de una hora, estuve escuchando a aquel manojo de nervios, que terminó diciendo: –«Me voy. Estáis todos tan sosos esta noche, que sólo me obligáis a hablar a mí».

Sin embargo, un francés, que tampoco había entendido nada, exclamó: –«¡Oh, Alfred de Musset! Qué criaturas tan fascinantes son estas sevillanas!». Para que se vea que hasta los propios defectos de un pueblo singular se pueden convertir en un reclamo de universal proyección.