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El pesimismo de los españoles

La Razón
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Aseguran las encuestas que la mayoría de los españoles observan el 2011 con un no disimulado pesimismo. Por lo que parece, somos incluso más pesimistas que los griegos o irlandeses rescatados ya, no sin protestas, por los fondos de los países del euro, del FMI o de Gran Bretaña que le echó también una mano a Irlanda, poca cosa, dada la situación, ya con un 20% de IVA, en la que sobrevive la isla, algo a la deriva, siempre euroescéptica, mucho más que Alemania que añora su perdido marco. Convendría preguntarse si el pesimismo español llega de las entrañas mismas de nuestro sustrato étnico. Se era pesimista incluso cuando se gozaba del gran imperio donde no se ponía el sol, aunque no se distribuyera aquí el oro que, pese a llegar de una América propia, pasaba a manos inglesas o alemanas. Eran los tiempos de la picaresca, pero ¿es que lo hemos superado tras tantos siglos? Tal vez los medios de comunicación, correas de transmisión de las ideas del Gobierno o de la oposición, inducen a una actitud que, conviene admitir, a nadie beneficia. Ya hemos comprobado, sin embargo, que tampoco conduce a nada el optimismo sonriente y gratuito que promete para mañana lo que no logra conseguir hoy. En su última etapa, Jaime Vicens Vives, que iba alejándose de la historia económica y social, intentaba descubrir otras claves más profundas en una todavía balbuceante historia de las mentalidades. El objetivo era demostrar que no sólo estábamos en una Europa, alejada entonces de nosotros, sino que históricamente nunca fuimos tan diferentes de otros países europeos, pese a la larga convivencia con árabes y judíos, a los que expulsamos no sin ignominia. Hoy, sin embargo, estamos ya en el meollo de la Unión Europea y las razones de nuestro pesimismo no se explican tan sólo por la mala gestión de un gobierno o por el fracaso de un modelo.
Creo que hay motivos mediáticos que nos inclinan a contemplar el horizonte con escasas luces. Sólo es necesario escuchar las malas noticias en los telediarios, en las emisoras o leer los periódicos para que desaparezca cualquier ilusión. Tan sólo aquéllas interesan al público, las buenas venden mal. Nos atrae más el crimen, la desgracia o la violencia, que la monotonía diaria. Si no hay malas noticias es que no hay noticias. Tampoco es necesario que los medios mientan, sino que reflejen una realidad cierta. De pronto, se nos bombardea con la prohibición de fumar con una ley severa donde las haya que acaba irritando hasta a los no fumadores. Se percibe que quienes la dictan no vivieron aquel mayo del 68, que reflejaba otra forma utópica de vida, donde se reclamaba a las autoridades el «prohibido prohibir», aunque se entienda que tales prohibiciones han de redundar en nuestro beneficio. Hay, sin embargo, una serie de medidas que habrían de beneficiar nuestra salud física o mental e incluso nuestra supervivencia que no se atiende. Caminamos conscientemente hacia el desastre ecológico, el fin de la energía petrolífera, el hacinamiento urbano, un aire viciado que cubre nuestras urbes, el abandono del medio rural, la presión en nuestra economía de mercados ajenos, la exaltación del consumismo sin medida, las descolocaciones –y no sólo industriales–, la generación de una minoría de seres que poseen la mayor parte de las riquezas, la tolerancia ante el hambre y la infancia sin socorro alimentario o médico. La lista podría resultar interminable. Pero ¿es éste el motivo de nuestro pesimismo? ¿Será una desconfianza generalizada sobre el incierto futuro, la contemplación de la desgracia de quienes están en el paro y ahora se les eliminan las últimas subvenciones o es la tristeza que produce la desaparición del estado del bienestar, el paraíso de muchos privilegiados?.
De hecho, la crisis –a la que debemos ya tan mala literatura económico-periodística– afecta tan sólo a un 20% de la población. El resto podría seguir con su vida habitual, incluso aprovecharse de la situación, como hacen unos pocos, para adquirir gangas. Este es un excelente momento para quienes, disponiendo de cierto patrimonio, deseen incrementarlo con un mínimo riesgo. Pero ni aún así. Se esperará hasta última hora para aprovechar los precios más bajos de lo que sea. La excepción son las entidades financieras, capaces de afrontar, no sin dificultades, el momento; aunque saben bien que el hambre de hoy será un excelente pan para mañana. Con escasa liquidez, pero liquidez al fin y al cabo, esperan el fin de una crisis más. Hay, sin embargo, algo que corregir sin tardanza. Una sociedad, en el siglo XXI, no puede sobrevivir sin esperanza, embarrancada en el pesimismo. ¿Y cómo erradicar los malos augurios? La más alta autoridad del Estado demandaba un pacto político. Rodríguez Zapatero está dispuesto a quemarse a lo bonzo y arrastrar consigo a sus fieles, pero tampoco ha de convenir a sus adversarios que se le tenga como mártir. El pesimismo de los españoles no sólo se refleja en las dos grandes formaciones políticas, sino en toda una minoría dirigente. Mas, en Cataluña, se plantea llegar a tiempo para reducir el déficit de la Generalitat. Los políticos deberían ser capaces de ofrecer algo más que retórica hueca y sangre, sudor y lágrimas. Deberíamos concienciarnos de que todavía la Península y los países del sur, por mucho que grite el ministro alemán de economía, no pueden ya desgajarse del euro. No hay pesimismo congénito, sino el derecho a seguir siendo lo que somos, aún estando a oscuras.