España
Un capote a los griegos por Francisco Rodríguez Adrados
T odos arremeten contra los griegos, hasta mi amigo Ussía. Inevitablemente, me entran ganas de defenderlos. Me decía un profesor alemán que eran un lujo de la Unión Europea. Puede. Pero en un lugar tan aburrido como la política internacional, anima el verlos maniobrar y defenderse. Porque yo de economía no quiero hablar, ya hablan todos y no arreglan nada. Cierto que los griegos han tratado a esa Unión como se trata a una vaca lechera, pero han dado a la cosa emoción, se la dan ahora más que nunca, y hasta a lo mejor la salvan algún día. Ojalá. Esto de la economía y la diplomacia no es una Ciencia exacta. Cierto que son desconcertantes. Su izquierda gritadora es peor que la nuestra. Deja una huella de cristales rotos, parece que roto queda todo. Pero cuando llega uno allí lleno de miedo, como yo en vísperas de la pasada Navidad, y se encuentra con Atenas en un calma chicha (luces y escaparates, multitudes pacíficas, coches y coches derrochando gasolina y el Partenón arriba, luminoso), piensa que ha vuelto la antigua Grecia. Allí sigue lo de siempre y nos sentimos seguros. Agradecidos. Al menos por un rato.
Bueno, esto no quiere decir que no nos desconcierten los griegos, de cuando en cuando parece que lo echan todo a rodar. Cuando yo llegaba, casi siempre era algún problema con los turcos. O los búlgaros. Y luego se llevaba uno sorpresas. A mí hace años me dieron una gran cruz de oro, no recuerdo cuáles habían sido mis méritos, no diría nada el nombre del gran cenáculo que me la concedió. Quizá sería algo del Diccionario Griego-Español, como otra vez, con la Fundación Onassis. ¡Jamás había navegado por el Egeo como con ésta, con nuestro barco protegido por navíos de guerra! Son cosas de los griegos, como otras veces en que, en la soledad de los viñedos, a lo mejor una campesina nos regalaba un brillante, negro, racimo de uvas. Pero sí recuerdo la Universidad de Atenas esplendente, su gran sala brillante, las músicas, yo entre dos arzobispos (el de Atenas y el de Albania, también griego), el Embajador, la Academia... Pero no logré hacerme con una foto. Son desconcertantes. ¿A qué venía todo aquello? ¿O es que lo he soñado? Porque cuando, ya en Madrid, llevé la cruz a un joyero, me dijo: «Tendrá suerte si es contrachapada». Claro que lo era. Pero, ¿no lo son igual tantas cruces que dan en Madrid? Y las que no dan. Ahora, hace poco, pidieron aquí para mí –me dejé convencer tontamente– un premio de Humanidades conocido, ¡y se lo dieron a un japonés inventor de un divertido videojuego! La culpa fue mía. No quiero saber nada de esto, mejor la modestia de cada día.
Otra vez, ésta en Delfos, me habían invitado los griegos, como solían, al ciclo de teatro que allí organizaban cada año, no sé si siguen celebrándolo. Y vi en un restaurante a unas jovencitas achinadas, de aire un poco especial, ¡eran las artistas de una pieza del festival, filipinas por más señas! Bueno, la «tragedia» que presentaban era una zarzuela española ¡en tagalo! Parecía una broma. Estas cosas pasan en Grecia. Y, en el mismo festival, un grupo brasileiro representaba algo confuso, era un lío de acción incomprensible, los actores hacían de todo, asesinatos, sexo libre. Preguntaba un profesor francés si aquello era realmente una tragedia. ¿Qué más tragedia quiere?, contestaban. Y aquel festival terminó ante los jueces, por unos taxis que no deberían haberse pagado. ¿Qué les voy a decir? Absurdos hay en todas partes.
Ante cosas de éstas, no deberíamos, aquí en España, escandalizarnos tanto. El absurdo está en Grecia, no menos aquí entre nosotros. La vida sigue luego. Pero volvamos a los griegos. Es posible que algunos hayan abusado de Europa. Después de todo, Europa algo les debía: nos habían salvado de los persas, nos habían regalado Homero, la Ilustración y el teatro. Y siempre se salvaban del desastre en el último momento, cuando iba ya casi a tocar la campana. Perdían una y otra vez las guerras, pero su cultura era salvada y difundida fuera por sus vencedores: por los macedonios y Alejandro, por los romanos, por los cristianos luego. Se salvaron de árabes y turcos, utilizando a franceses, ingleses y rusos. Fueron vencidos por los alemanes, pero los salvaron los ingleses, que más tarde les libraron de los comunistas. Luego, la Unión Europea siempre los ayudó. Demasiado, según muchos. Pero, ya ven, llegado un momento, resulta que muchos griegos rechazan, ofendidos, la ayuda: mejor estar solos, decían, fuera ese euro denostado. Era el rechazo del hombre ofendido, la dignidad del pobre que no quiere limosnas. Y ese rechazo era su mejor baza, porque al tiempo ponían en riesgo el gran tinglado europeo y el malfamado euro. Luego, todos se amigaban, se hacían favores unos a otros, ¡hasta hacían favor a los europeos, un tanto avergonzados de su rigidez! Y luego los radicales hacían favores a los de la derecha y al Pasok, ayudaban a mejorar las condiciones. Bonito juego de propia justificación y de autoayuda. Si es que interpreto bien, porque a veces son azares que se unen para el bien de todos, ojalá sea así. Déjenme pensarlo.
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