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Una fecha desagradable

La Razón
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Llegado este momento del año los sufridos contribuyentes no hablamos de otra cosa: de la declaración de la renta. Nos duele, nos duelen los impuestos directos, indirectos y circunstanciales, sobre todo teniendo en cuenta en qué manos está el pandero, los administradores de la cosa pública que nos tienen crujidos, aburridos y hasta un punto desesperados cuando nos paramos a pensar cómo van a estar las pensiones el día que nos jubilemos. Una no es experta en números, pero si una persona física que cotiza al año a la Hacienda pública una cantidad determinada de dinero, ese mismo dinero debidamente ahorrado e invertido año tras año, al cabo del tiempo habría crecido de forma que daría para vivir el resto de la vida. Ser nuestra «Hacienda privada» nos proporcionaría un seguro subsidio de vejez para que cada noche no se nos viniera a la mente la preocupación del momento en que ya nuestras facultades estén mermadas como para seguir trabajando. Es cierto que los provincianos que poblamos la capital del Reino disfrutamos de las mejoras realizadas en nuestra ciudad gracias a lo que apoquinamos y a cómo lo administran en nuestro Ayuntamiento, lo mismo que en otras capitales que se han visto hermoseadas y modernizadas en los últimos años. Sin embargo, la Administración estatal invierte sin tino ni acierto y su derroche y su desacierto nos produce una desagradable zozobra en medio de un incipiente verano lleno de calores y de un futuro incierto, quizá incluso afectado del posible efecto dominó griego. No, el dominó sólo para los atardeceres estivales. Que no nos llegue, que ya bastante tenemos con lo nuestro.