Historia

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Estampas económicas por José Jiménez Lozano

La Razón
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Cierto es que el libro de Richard Ford sobre España, que él titula «Cosas de España (País de lo imprevisto)» está escrito en ese tono de superioridad, que sobre todo los europeos han empleado para hablar de España, sobre todo a partir de romanticismo, con la excepción de Borrow; pero seguramente no es menos cierto que su extrañeza sobre ciertos asuntos de España es muy natural y su interpretación muy certera, y que bastantes de esas informaciones y juicios y comentarios sobre lo que ocurría en aquellos tiempos románticos sigue ocurriendo hoy: ¿la España invariable a través de los tiempos?

Tomemos, por ejemplo, lo que Ford cuenta a propósito de nuestra economía y nuestras finanzas. «Desde el reinado de Felipe II – escribe–... las obligaciones públicas no se han cumplido, y el capital se ha derrochado… La Bolsa de Madrid se estableció, primero, en la calle de San Martín, el santo que partió su capa con un pordiosero. Como las comparaciones son odiosas y el mal ejemplo cunde, ha sido trasladada recientemente a la calle del Desengaño, sitio que no juzgarán mal elegido los que son víctimas de algún fraude… Hay que guardarse del comercio español, pues, a despecho de los documentos oficiales y los laberintos aritméticos que, tan intrincados como un arabesco, son muy bonitos en el papel, pero ininteligibles a pesar de las ingeniosas conversiones, fondos públicos, cupones– activos pasivos y otros antipáticos términos y tiempos, excepto el presente, la inseguridad es siempre la misma y ésta es la piedra de toque, desde el momento en que el crédito nacional depende de la buena fe y del exceso de ingresos: ¿cómo puede un país pagar intereses por una deuda cuyas rentas ni antes ni ahora han sido suficientes para las necesidades del Gobierno?».

Ford cita con sus nombres y apellidos a ciertos gobernantes, cuyas cuentas no eran fáciles de comprender, y un periódico humorístico del tiempo, «El Mata-Moscas», explicaba por ejemplo, las de un gabinete del señor Mendizábal, ante el anuncio de una subasta de uniformes. «Una subasta – escribía– es una subasta, y 50.000 uniformes son 50.000 vestidos. Seis y cuatro diez: fuera de los nueves, una, y llevo tres, tres y tres seis, seis y seis doce: quien debe diez y no las paga, las debe. Raya por abajo. Esto es más claro que el agua. Los uniformes no han de servir hasta el año 1837, y se anuncia la subasta de ellos por sólo cinco días; por necesidad no han de acudir más licitadores que de Madrid; el pequeño plazo señalado asegura a estos licitadores una ganancia segura… tiene que ser gravosa al Estado y pude ser favorable en tres o cuatro millones o más al contratista. Esto es economía».

El periódico hacía de este modo su burla de una al parecer irremediable realidad, por ver si en el futuro las cosas cambiaban algo, porque no sería un pequeño triunfo, si se lograra un mínimun de vergüenza pública. Pero era muy optimista o quería aparentarlo, porque aquellos españoles también vivieron muchas veces con el corazón encogido, como nosotros ahora mismo. Aquellos nuestros abuelos parece que hacían cuentas muy chapuceras y pagaban mal lo que debían –sin que se pudiera ya ponerse como pretexto la Inquisicion, porque ya no la había–; y nosotros, pongamos por caso, tenemos temor a que no les parezcamos gentes solventes y sin padrino a los señores que gobiernan los mercados mundiales, y vaya usted a saber lo que tenemos que hacer y de lo que tendremos que vestirnos para que nos tomen por buena gente y con propósitos firmes de no volver a tocar los dineros ni hacer tonterías con ellos hasta el siglo que viene, por lo menos.

Así que alguien, como el señor Mendizábal, por ejemplo, con unas espaldas muy amplias, o con mucha «sans façon», que dicen los franceses, debe hacer con los señores de la UE, unas cuentas como aquellas de este señor acerca de los uniformes, y añadir tranquilamente que esto es la economía.

 

José Jiménez Lozano
Premio Cervantes