Bagdad
ANÁLISIS: Una Europa durmiente por Mark Steyn
En 1853, o por esas fechas, el zar Nicolás I describió a Turquía como el enfermo de Europa. Siglo y medio más tarde, Turquía es cada vez más el hombre fuerte de Oriente Medio, y el enfermo de Europa es Europa, o más bien, la Unión Europea. La transformación de un mosaico geográfico de estados-nación en una única entidad política ha sido la Gran Idea de la era de posguerra, la Gran Idea a la que se dedicaron las élites del Continente después de que todas las demás Grandes Ideas –el fascismo, el nazismo y con el tiempo el comunismo– fracasaran de forma espectacular.
La Gran Idea más reciente de Occidente fenece ya en forma de crisis de la deuda de la eurozona. Aunque de manera menos maligna a primera vista que los grandes «ismos» totalitarios, esta idea ha demostrado ser tan sospechosa y débil que el único interrogante es si la mayor parte de Occidente desaparecerá con ella o no.
Europa sufre una crisis de identidad elemental: los alemanes han empezado a figurarse que el hecho de que los griegos residan en su mismo barrio no es una razón suficiente como para abrir una cuenta bancaria conjunta. Hace una década, cualquiera que se considerase alguien en el Viejo Continente daba por sentado que una divisa común para unos países que no tenían nada en común era una idea tan brillante que apenas habría que explicarla a las masas. En ausencia de compatibilidad étnica o cultural, la UE iba a ofrecer el Gran Estado Intervencionista como elemento de cohesión. El proyecto se apoyaba sobre dos pilares: el Estado del bienestar y el bienestar de la defensa. El primero arrojó a Europa a la pereza económica cimentada en regulaciones excesivas, mientras hasta India, China o Brasil empezaban a imaginar cómo funciona esto del capitalismo.
El segundo se tradujo en que el paraguas de la defensa estadounidense permitía que los presupuestos para caballería se redistribuyeran hacia la sanidad pública y los demás derechos sociales, y ni con eso bastaba. Con independencia de los «méritos» de una cultura cada vez más ociosa, las semanas de 30 horas laborales, las seis semanas de vacaciones y la jubilación a los 50, la conclusión es que no hay suficiente gente que trabaje lo suficiente durante la porción suficiente de sus vidas para financiar este sistema. Y una vez que se adquieren ligeras costumbes, es difícil bajar a la gente a la realidad.
El bienestar de la defensa tiene el mismo efecto a nivel geopolítico. EE UU no sólo permitió que Europa destinase el gasto de su defensa a fraudes piramidales, sino que, de una forma sutil ayudó a despertar el instinto de supervivencia de algunos de los estados-naciones más antiguos del planeta. Comparto con John Keegan, el gran historiador militar y antiguo colega mío en el periódico británico «Daily Telegraph» que un país sin ejército deja de ser un país. Gran Bretaña, por ejemplo, sería ahora incapaz de interpretar de nuevo el papel que tuvo hace ocho años en la guerra de Irak. No podría controlar el tercio sur del país árabe por su cuenta y permitir que los soldados norteamericanos avanzasen hacia Bagdad. En una cuestión práctica, además, los países que prescinden de sus ejércitos tienden también a abandonar sus intereses nacionales. Más frecuentemente, los Estados proyectan una imagen, un eslogan en lugar de lanzar políticas. El «calentamiento global» o «salvar» el planeta es el pasatiempo idóneo de las sensibilidades cada vez más refinadas de las naciones pos-nación.
Mientras Europa dormía y seguía durmiendo, emergían nuevas potencias. China e India, camino de ser las dos principales potencias dentro de un par de décadas, actúan en la misma medida como estados-nación menos convencionales. También lo hace Irán, y Arabia Saudí, y Turquía y muchos otros países de segunda fila. Vivimos en un planeta en el que las sociedades más ricas de la historia, de Noruega a Nueva Zelanda, son incapaces de proteger sus propias fronteras al tiempo que Estados disfuncionales como Corea del Norte o Pakistán han adquirido capacidad nuclear, y Somalia y Sudán están impacientes por unirse a la moda atómica. Con independencia de las mentiras reconfortantes que pueda decirse a sí misma, una nación opulenta que no puede molestarse en mantener un ejército no solamente se aleja de imperialismo y conquista, sino también de la grandeza. La población del continente tiene más tiempo de ocio remunerado que nadie, pero produce cada vez menos arte, música y literatura de calidad. Un país de Estado del bienestar universal universaliza invariablemente la mediocridad.
Que Grecia quiebre o sea rescatada por enésima vez en realidad no importa: es insolvente, y no hay suficiente dinero en Alemania para ocultar indefinidamente ese hecho. Cuanto más trate «la realidad política» de evitar a la realidad real, más sangriento será el futuro desenlace. Los europeos van a tener que volver a aprender instintos que tres generaciones de habitantes del Viejo Continente han aprendido a calificar de irremediablemente vulgares. ¿Sabrán hacerlo?
Un país de estudiantes de 30 años y de jubilados de 50 se ha apartado tanto del gran flujo de los acontecimientos que apenas capta lo que se juega. Europa como concepto geopolítico más que geográfico lleva medio siglo siendo la más general de las opiniones generalizadas. Los que discrepan de él, como los euroescépticos británicos, son tachados de «dibujos animados» de «mirada bizca». Resulta que los dibujos animados tenían razón, y que los del grupo de los listos: la clase política, las universidades, la BBC, o «Le Monde» se equivocaban.
La UE era una guía de la esclerosis y la decadencia, y de una caída devastadora y súbita luego. Como habrían dicho «los dibujos animados», esto acaba con: «Esto es to-, esto es to-, esto es todo amigos»...
Mark Steyn
Periodista y escritor
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