Lorca

Coronado por el Goya por Antonio Puente

La Razón
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Mal asunto cuando el bueno de la película se convierte en el malo malísimo; pero mil veces peor si el galán guaperas deviene en rechoncho alcohólico y homicida, desaseado y desquiciado. Ésa es la metamorfosis que ha acometido José Coronado para protagonizar «No habrá paz para los malvados». El madrileño, que en agosto cumplirá 55 años, ha tenido que esperar a obtener una silueta tan oronda como la del propio Goya para alcanzar el reconocimiento.
Coronado, que hace ahora un cuarto de siglo debutó sobre las tablas de un teatro –con «El público», de Lorca, de la mano de Lluís Pasqual–, jamás había padecido tanto los preparativos para un personaje: engordó diez kilos, se dejó crecer el pelo y la barba, y se tiró a la bartola con horarios desarreglados para aclimatarse al malvivir de (según sus palabras) «ese hijo de puta». Se trata de Santos Trinidad, un inspector de policía corrupto, depravado y deprimido. «Es el papel más odioso que he interpretado en mi vida, y también el que más me ha hecho reflexionar en términos muy oscuros», asevera.
En su juventud debió de dar el pego de lo que las suegras potenciales llamarían un buen partido. Guapo, en el sentido más convencional, e hijo de una familia acomodada de la burguesía madrileña, llegó a estar matriculado en Derecho y Medicina, de lo que le quedó un gran aprendizaje «como jugador de mus y de póquer». Luego, se convertió en modelo y, con sumo olfato pragmático, montó su propia agencia en el sector y otros negocios. Ni posee excesiva formación ni es lo que se dice un actor de raza. Acaso ésa es su principal baza: ser un intérprete-perchero, un «galán», lo que le hace apto para los papeles más moldeables. En el teatro ha interpretado a los clásicos más sesudos y en el cine cuenta con intervenciones relevantes en una treintena de películas de los cineastas más sonados, para convertirse, en los últimos tiempos, en el actor fetiche del director Enrique Urbizu.

Antonio Puente