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OPINIÓN: Derecho a la cultura

La Razón
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A la cultura le sucede como al fútbol: todo el mundo sabe de ella y se muestra incontenible a la hora de proferir su opinión. En principio, esta circunstancia debería alegrarnos, en la medida en que indicaría que ha calado socialmente y que, por fin, aquel sueño de un «elitismo de masas» se habría visto cumplido. El problema es que, a diferencia de cualquier partido de fútbol, a la cultura se la suele conocer de oídas, a mucha distancia y por medio de un tupido filtro de lugares comunes y posiciones reaccionarias alarmante. Si le sumamos que la más nefasta consecuencia de la crisis es el arraigo de una plétora de discursos demagógicos que incitan a la inacción como principal valor a vender, y que han puesto a la cultura en la diana de su simplicidad mental por considerarla como una suerte de excrecencia social que urge eliminar, nos encontramos con que el reto al que se enfrenta el hecho cultural no es al hallazgo de fórmulas de gestión que garanticen su supervivencia, sino a no ser expulsado del ámbito de las prioridades sociales.

Cortedad de miras

Una sociedad que no incluye la acción cultural dentro de sus prioridades es una sociedad enferma y que ha dejado de merecer la pena. Y ya no se trata de justificar la necesidad de la cultura atendiendo a parámetros muy tangibles como lo son su impacto directo y contratado en la economía y en el turismo. Parece mentira que hayamos acabado donde lo hemos hecho por la cortedad de miras con la que se ha trabajado en los últimos años, para que ahora, en este instante en el que se requiere de la visión más profunda posible, nos atemos al pragmatismo más deshumanizado vivido en siglos. Si nadie comprende que la capacidad de un territorio para reconstruirse pasa por su nivel de madurez, y que ésta viene dada en gran parte por la solidez de su cimentación cultural, entonces es que no se ha entendido nada. A este paso, vamos a salir de la crisis cuando ya no quede nada que destruir, porque sea todo una escombrera.