Copa del Rey

Cataluña

Ser más que un club es ser un partido

Se prohibió fumar en el campo, pero no se renuncia a convertirlo en una bandera

La Razón
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La primera vez que fui al Camp Nou jugaba el Barça contra la Juventus. Era una noche de invierno. Todavía vivía Franco, un dato irrelevante porque las leyes del fútbol no son las de la política, o no exactamente: nunca se ha suspendido un partido por motivos que afecten a los derechos humanos, ni siquiera porque hayan muerto en una avalancha 39 aficionados minutos antes de empezar el partido. Por lo tanto, es fácil construir en los campos de fútbol escenografías de pueblos ejemplares y obedientes. Como diría Clausewitz, el teórico de la guerra moderna, el fútbol es política por otros medios.

Pero sigamos. Estaba en la última gradería, en lo más alto, así que apenas podía distinguir a los jugadores. Daba lo mismo; bastaba con oír golpear el cuero en esos silencios milagrosos que se crean en mitad del denso murmullo de las masas. Porque eso era lo realmente llamativo, ¿cómo era posible que en medio de miles de personas pudiera oírse el golpe de la bota en el balón? La impresión que me causó ver aquel estadio lleno de gente humeante todavía no la he olvidado. En el fútbol, además de ver el partido, hay tiempo para mirar a la gente que tienes a tu alrededor; incluso vi a un tipo de edad avanzada, esa gente que ha vivido todas las derrotas y acude cada domingo con estoicismo al campo, que «lo veía» de espaldas. Fútbol es fútbol.

En un estadio todos somos seres anónimos, y ese es el encanto porque nos libera de la pesada carga de ser uno mismo las veinticuatro horas del día, excepto los que se sientan en la tribuna cada vez más confortables y anodinas y parecidas a los palcos de la ópera, como si las élites avanzasen sobre los ciudadanos-aficionados para arrebatarles la pasión a cambio de negocios fatuos o quimeras políticas. El fútbol nos debería liberar incluso, y sobre todo, de la carga de ser un soldado de la causa nacional. Los nacionales han acechado el fútbol desde que alguien con un testarazo certero humilló (esa es la palabra reina del fútbol, humillar) a la URSS o cuando el Barça le metió al Madrid cinco goles en su campo (liga 73-74) y se difundió la idea muy optimista de que esa derrota aceleró la muerte de Franco.

Pero sigamos. Me llamó la atención cómo ese ejército se retira en unos minutos, que es, como es sabido, la operación militar más arriesgada: en silencio, solos o en pareja, con amigos, vecinos o familiares vacían el estadio y enfilan con la cabeza baja y moviéndola obstinadamente cuando pierde su equipo (no puede ser, no puede ser), la senda de los elefantes, como se denomina en la afición barcelonista ese camino hacia la oscuridad de la noche. El fútbol no es política, o no exactamente, pero se lucha por el poder.

Otra cosa son las élites, que han decidido utilizar a las masas como estandarte político, y lo hacen desde el palco para ser contemplados desde el palco, como el césar que es dueño y señor del Barça y de Cataluña entera, lo que no es un mérito político, porque las masas están prisioneras, unos más que otros, de su propia pasión. El uso político del fútbol es un crimen contra la humanidad.

Coda: Rosell prohibió fumar en el campo y sin embargo no renuncia a convertirlo en una bandera. ¿Qué contamina más? ¡Que se fume un caliqueño!