Lincoln
Crónica negra: Ángeles de la muerte
Hace unos días un celador de un geriátrico de Olot (Gerona) ha sido detenido como presunto autor de la muerte de dos ingresadas en el centro, una de 85 años, fallecida la madrugada del 19 de octubre, y otra de 87, muerta el 12.
Podría tratarse de un asesino en serie de los llamados «ángeles de la muerte», muy frecuente en el colectivo de batas blancas. Las primeras indagaciones sugieren que la segunda fallecida lo fue por la ingestión de un líquido corrosivo, salfumán o lejía, que pudo serle suministrado con una jeringuilla, dado que no presenta quemaduras en la boca ni en la lengua, pero sí en la garganta. El celador imputado, Joan Vila, se ha declarado culpable. Falta probar lo que hizo si es que fue él.
De ser culpado, repite una conducta bastante extendida entre el colectivo de doctores, enfermeras y auxiliares de clínica. Muchos de ellos, soprendidos en el acto de desprenderse de sus pacientes por la vía rápida, suelen afirmar que lo hacen por pena, es decir que se convierten en «asesinos por compasión». En realidad esta argumentación es inaceptable. El mayor asesino en serie de todos los tiempos es un médico británico: Harold Shipman, descubierto en septiembre de 1998, probable autor de más de 400 asesinatos. Mataba a sus pacientes, en especial ancianos, supuestamente por compasión, pero según los criminólogos que le estudiaron se trata de un adicto al crimen. Él decía «cuando estoy con un paciente, yo soy Dios». Utilizaba una inyección con sobredosis de morfina.
Ya en 1970 le preguntaron sobre el estado de salud de un paciente anciano y resulta que estaba próxima la Pascua: «Yo no le compraría ningún huevo de Pascua», dijo, y se apresuró sólo cuatro días más tarde para hacer fiable su diagnóstico pinchándole morfina y provocándole la muerte. Shipman quiso descargar su responsabilidad afirmando que había visto morir a su madre de cáncer entre fuertes dolores, pero en realidad este médico de familia, con cara de bueno, modales corteses y muy preocupado por la salud de los ancianitos, tiene un carácter adictivo. Y en su adicción, Shipman, incorregible, se ahorcó en prisión.
El celador de Olot afirma haber actuado al ver el mal estado físico de las dos mujeres muertas. Una de ellas con grandes problemas de movilidad: vivía en silla de ruedas. Las señoras tenían achaques propios de la edad y alguna dolencia persistente y grave, pero quitarse de en medio era un asunto suyo, no del celador.
Los «ángeles de la muerte», médicos, enfermeros o celadores, suelen especializarse en cualquier clase de paciente y no sólo ancianos. La enfermera Beverly Allitt, nacida en Lincoln, Inglaterra, se dedicó a matar niños inyectándoles insulina en el servicio de pediatría del hospital de Grantham. Era una chica guapa, de risa fácil. Aprovechaba la muerte de un niño para explayarse con la familia y convertirse en su gran consuelo. El pabellón de pediatría del hospital se convirtió en el de mayor tasa de niños fallecidos. Cuando finalmente detuvieron a la enfermera Beverly Allitt, un verdadero «ángel de los demonios», había dado muerte a cuatro niños y lesionado a tres.
En Olot no se trata de finas inyecciones de morfina o insulina, sino del bárbaro estrago del salfumán que quema el tubo digestivo. ¿Cómo lo suministró? ¿Con una jeringa en la faringe? ¿Estaba la abuela dormida o desmayada por el dolor? La muerte por ingestión de lejía es muy dolorosa. Si lo hizo, podrá probarse. Han ordenado la exhumación de la fallecida en primer lugar. Podría haber un tercer cadáver.
Sin compasión
Una vez descubierto, rara vez el sanador travestido en criminal confiesa la verdad y trata de dar la mejor versión de sí mismo: por ejemplo, muerte por compasión, que es de lo que suelen carecer. A los «ángeles de la muerte» no basta con capturarlos, sino que hay que comprenderlos. Sus víctimas son las más indefensas y la criminología debería descubrir qué les empuja a matar. Entre los casos extraordinarios destaca el alemán Stephan Letter, condenado a la perpetua por matar a 29 pacientes, entre 2003 y 2004, en el hospital donde trabajaba.
En el siglo XX, el escuadrón de la muerte del Hospital Lainz de Viena, compuesto por cuatro enfermeras, asesinaron a 49 personas, muchas de ellas ancianos. Richard Angelo asesinó a 25 pacientes en el Samaritan de Long Island de Nueva York: ponía a los elegidos al borde de la muerte con un cóctel de drogas y luego se hacía el héroe salvándolos en el último momento. Pero, como muchos, llegaba tarde.
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