África

Barajas

La salvación turística

La Razón
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Cree el presidente del Gobierno que la economía de este país crecerá a ritmo lento a partir de marzo o abril, disminuirá el paro y las dudas sobre la economía española, en la Unión y entre los grandes inversores internacionales, desaparecerán. Es lógico, llegará el buen tiempo, y con él el turismo habitual y el añadido por las crisis de los países mediterráneos ribereños del norte de África. Cuando se asegura que aquí se vive bien, se toma siempre en consideración la benignidad del clima. El calentamiento del planeta y el avance de la desertización llegarán en su momento, aunque todavía no en esta punta de la crisis. Pero asoman en el horizonte peligros más inmediatos. El primero de ellos es el encarecimiento de los combustibles. Difícilmente disminuirá. Lleguen en automóvil o en avión, los turistas pagarán más por su viaje. Tampoco nuestro país ofrece precios tan baratos como antaño. La inflación, subyacente y yacente, sigue siendo un problema que afecta no sólo al nacional o inmigrado, sino también al turista. No están los europeos del euro o los yanquis del dólar para muchos dispendios, salvo aquellas minorías que acuden a zonas muy exclusivas en las que la crisis no existe, la han propiciado o se benefician de ella. Pero el turista que nos visita y que designábamos despectivamente como «de alpargata», porque gastaba poco, simboliza la sufrida clase media occidental, la que llega en los meses veraniegos, aprovechando unas cada vez más cortas vacaciones, víctima del desplome occidental, en trance de recuperarse, si Libia deja. Tuvimos ya el gran susto de los controladores aéreos, que destrozó un largo puente, aunque no llegó, dadas las duras medidas adoptadas por el Gobierno, a afectar seriamente al turismo exterior.

Pero los sindicatos, obligados a defender el sector público, desconfiando de los socialistas, han acordado los días estratégicos de una huelga en AENA, que sí afectaría al turismo internacional, por el que suspiramos, aunque desearíamos que permaneciera más tiempo con nosotros, gastara más y no se interesara únicamente por el sol, la playa, la sangría y la paella. No son éstos los tiempos de seleccionar, sino agradecer cualquier euro o moneda fuerte que llegue de donde sea. Ello permitiría disminuir el número de parados, incluidos los que proceden de una economía sumergida. Menos mal que Pepiño Blanco negociará con su mejor sonrisa. La economía española confía en que se llegue a un acuerdo, porque los días de huelga fueron cuidadosamente elegidos para castigar a la navegación aérea en su mayor afluencia. El mero anuncio parece haber castigado ya a las agencias de viajes e indirectamente a todo el mundo que vive del sector más productivo de nuestra economía (lamentamos que sea el del sol y playa, pero así sigue siendo con matices). Se habló en los albores de la neodemocracia española de regular el derecho a la huelga. Nadie, ni derecha ni izquierda, si es que tales términos gozan aún de contenido fiable, se manifiesta en contra del derecho a la huelga de los trabajadores, antes productores y proletarios (término ya en desuso). Pero los diversos gobiernos que han gozado del privilegio del poder no se han arriesgado a poner, negro sobre blanco, unos límites. Porque, de hecho, los trabajadores de AENA no defienden tan sólo unos puestos de trabajo que creen amenazados, sino su consideración de funcionarios, trabajadores del estado y, en consecuencia, ajenos a la suerte del resto de empleados. El proyecto gubernamental distingue los aeropuertos de Barajas y del Prat y, aunque sólo se privatice el 49% de la macroempresa, que reúne en su seno los aeropuertos de titularidad oficial (algunos de muy escaso rendimiento y uso), se entiende como un peligro. Se exige que cualquier posible pacto, que obligue a respetar la existencia y naturaleza de su empleo se haga por escrito, pero qué más da. Este Gobierno reformista, antes que socialista, ha de mantener un buen entendimiento con los sindicatos. Lo peor que podría ocurrir ante la serie de desastres que se suceden sería ahora entrar en conflictos sociales en cualquier sector y fundamentalmente en éste, tan esencial como es el del ocio, con más de cuarenta millones de visitantes para los que hemos construido hoteles, AVE, autopistas y miles de viviendas en la costa que pretendíamos venderles y que habrá que ir pensando qué hacer con ellas, además de arruinar a los pequeños promotores. Pero ante el conflicto, una vez más, la clase media se siente indefensa. No hay protección posible ante lo que, respetando los derechos, cabría calificar de duro chantaje, más educado que el de los tan bien pagados controladores (siguen estándolo), tan privilegiados ellos, a los que se suma ahora desde el personal de tierra a las señoras de la limpieza. ¿Y la ley de huelga? Dormirá el sueño de los justos, como la reforma del Senado, hasta que lleguen nuevas generaciones de políticos con alguna idea. Todo queda, pues, a la hora en que escribo, en el azar negociador de Fomento. Pero conviene que se llegue a acuerdos y sería oportuno, vana ilusión, que la oposición colaborara, pese a las elecciones que son sucesivas y casi eternas. De lo contrario, los nubarrones que nos sobrevuelan serán todavía más negros. No se debe romper la baraja, pero el buen tiempo obliga a tomar decisiones. Tal vez no lleguemos al estado de excepción, aunque resultemos siempre excepcionales. Casi tuvo razón Fraga: «Spain is different».