Egipto
Una revuelta islamizada por Alfonso MERLOS
C on mucho tino alertaba el que fuera director de la CIA con el ex presidente Bill Clinton de la forma de proceder del islam militante: a esta gente no le gusta sentarse en una mesa a negociar asuntos políticos; si se los obliga, son capaces de destruir la mesa y de poner en la diana a sus interlocutores, advertía James Woolsey.
Ese toque de campana nos vale para interpretar la posición de los Hermanos Musulmanes en el proceso de transición que encara Egipto. A lo sumo, si se le fuerza, el extremismo mahometano puede ponerle una vela a Dios pero poniéndole una segunda al diablo. Siempre, sobre todo, la segunda.
Se comprometerán farisaicamente con el régimen constitucional, pero exigiendo que ni una mujer ni un cristiano lleguen nunca al gobierno. Anunciarán lealtad a los más elementales principios democráticos, pero presionando para que la sharia (ley islámica) asome la patita en la vida pública cairota. Va en su naturaleza.
Si el régimen se amilana y la oposición no se organiza frente a quienes se presentan como estandartes de la verdadera fe, los jóvenes de la revolución que mantienen sus posiciones en la plaza Tahrir perderán la batalla. Se frustrarán sus aspiraciones y la revuelta definitivamente se teñirá de verde.
La organización integrista fundada a inicios del pasado siglo por Hassan al Banna no ayuda sino estorba; no abre ventanas de oportunidad sino focos de amenaza en el sendero para la regeneración de Egipto.
En última instancia, se encuentra una vez más mirándose frente al espejo ante la vieja disyuntiva de integrarse en el sistema o propagar la violencia. Sería imperdonable y dramático que, engañando al régimen saliente y a la comunidad internacional, los islamistas consiguiesen tanto lo primero como lo segundo.
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