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El abrazador
Una vez tan sólo en mi vida he visto al «Bigotes». Fue en el Club Siglo XXI en una de esas conferencias que se olvidan inmediatamente después de ser pronunciadas. Se acercó a saludarme y me abrazó con efusión. «Malo», me comenté a mí mismo. Los abrazadores profesionales viven de eso, de abrazar a costa de los que se derriten por ser abrazados. Se abraza a los amigos de verdad, y se abraza a las mujeres atractivas, por impulsos en nada parecidos al abrazo de la auténtica amistad.
He conocido a grandes abrazadores, y ninguno ha llegado a destacar en nada, excepto en la cordialidad fingida y el cariño interpretado. Muchos profesionales de la escena, del artisteo, son maestros en el abrazo inesperado. Y es comprensible. Los actores fingen mejor que nadie, porque viven de eso. ¿Qué importan un abrazo más o menos y un «cómo te admiro» cuando ni se quiere ni se admira? Pero no resultan abrazos dañinos ni interesados, por ser parte de sus hábitos y costumbres. Tengo grabada una escena en el recuerdo. Un personaje pelota y taimado de la nobleza, que se había portado con Don Juan miserable y porcinamente durante los cuarenta años del exilio, coincidió con el Viejo Rey en un restaurante de Madrid. Se incorporó para saludar a Don Juan, que no le negaba la mano a nadie, ni a sus más lejanos desleales. Pero el hombre se pasó.
Primero la mano, después una reverencia ridícula y humillada, y finalmente, un abrazo a quien no se dejaba abrazar y le sacaba medio metro de altura. –¿Cómo está, Señor?–; –pues sinceramente, muy mal abrazado–. Y el traidor se dirigió a su mesa con el nisperillo alicaído.
Pero el abrazo anhelado, soñado y deseado que paso a comentar supera todas las asquerosidades posibles y probables. Se trata del abrazo de Eguiguren. No hace falta que les presente a Jesús Eguiguren, y si falta hiciera, no les haría semejante faena. Es el presidente de los socialistas vascos, el gran conversador y negociador con la ETA y Batasuna, el defensor de «Bildu», «Sortu» y «Amaiur», el siempre dispuesto a chicolear con el independentismo vasco. Eguiguren ha sido el mascarón de proa de Zapatero para humillar al Estado de Derecho y establecer equivalencias inasumibles entre la dignidad y las cuclillas. Y tiene un deseo, que no oculta. En una entrevista radiofónica ha dicho que le gustaría visitar a Arnaldo Otegui en la cárcel «para darle un abrazo» y que «piensa hacerlo». Quiere culminar el deseo, eso tan complicado en otros aspectos de la vida y de los sentimientos. El futuro abrazado de Eguiguren, Arnaldo Otegui, acumula cuatro condenas en firme por delitos vinculados al terrorismo, y está pendiente de una quinta causa por similar motivo. No obstante, y a pesar de ello, Eguiguren sueña con abrazarlo. Lo que nadie se explica, después de esta manifestación deseosa es que Eguiguren siga siendo el presidente del PSE, si bien lleva años ofreciendo razones sobradas para haber sido expulsado del Partido socialista, que ha tenido que enterrar a un buen número de militantes honestos como consecuencia de una bomba o un disparo en la nuca por parte de los íntimos amigos de Otegui.
En el caso que nos ocupa, el abrazo deseado es sincero. Una sinceridad inmersa en la infección moral y ética que padecen, sin saberlo o a sabiendas, un considerable número de socialistas vascos, cuyo próximo paso en busca del sosiego y la coherencia no puede ser otro que el de ingresar en la militancia de «Amaiur». Muy abrazados, eso sí.
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