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Curas y damas

La Razón
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La corrupción es la eterna amenaza que gravita sobre la condición humana. Corrupción de tantas instituciones, como la de la propia Iglesia, entre otras muchas. Pero hay algo que me disgusta, que me parece chabacano, hacer a la Iglesia el chivo emisario de tanta corrupción y en tantos ámbitos, como si los curas no fueran hombres expuestos a los mismos peligros y desdichas que el resto de sus semejantes.

Yo soy ateo, no puedo evitarlo; pero me he pasado media vida entre curas y damas. Curas y damas de mi propia familia. Y yo mismo soy el biznieto de un eclesiástico, que tuvo un desliz. En mi parentesco de sangre con muchos curas, he tenido tiempo de comprender y compadecerlos –laicamente– en sus debilidades, su lucha interna, sus esfuerzos. Yo estaba cerca, los sentía; gozaban y sufrían de su condición, como tantos seres humanos. Hay muchos que triunfan en su vocación. Y no son pocos los que suspenden en estas comprometidas oposiciones.

Cuando faltan muy gravemente a su voto «lo pasan muy mal», lo tengo por seguro. El arrepentimiento, el miedo, la interna confusión, a veces, la psicosis. El destrozo vital no puede ser mayor. Yo trato de identificarme y me espanto. El castigo íntimo lo tienen bien asegurado. Mi piedad laica la estimula el recuerdo de mi bisabuelo, notable latinista y helenista, hombre cultísimo, de quien puedo haber heredado su gusto por las letras clásicas. ¡El pobre! Imagino que el sueño helénico y pagano, la existencia de Venus, los brillantes desatinos de los dioses olímpicos, no se pueden llevar muy bien con el agua bendita y el voto de castidad. Que se le fuera el seguro, lo comprendo. Lo comprendo, lo disculpo y me alegro, porque, gracias a ello, le debo la vida.

Ya he dicho que me he pasado media vida entre curas y damas. Y leyendo con pasión de profesional a Don Juan Valera, su deliciosa «Pepita Jiménez» o «Doña Luz», la lucha del amor con la mística del amor. El talento narrativo de Valera, su poder literario de sugestión, convierte el amor de doña Luz en algo delicioso, mirífico, iridiscente… En una finísima herida sentimental que conmueve al lector, sea creyente o no.

Pues sí: también hay damas que se enamoran de los curas. La narrativa decimonónica ha tratado el tema con profusión y con fortuna. «Tormento», de Galdós, es también una obra maestra. He sacado el tema a colación porque a una muy querida y admirada tía le ocurrió lo mismo. Ni Santa Teresa se libró. Mi tía era una chica de buena familia, bellísima, sensible, cultísima y bastante rica. Yo la recuerdo como un infanzona majestuosa, con manos de abadesa, como diría Valle Inclán. Era una fervorosa creyente, rayana en el fanatismo y, un día, se topó con un bello y apuesto cura jesuita, más sensible, más refinado y más culto que ella. Y aquello fue terrible, pero maravilloso. Se tiene constancia en la familia de sus largas conversaciones, larguísimas, y como en un estado de trance.

Aquello resultaba alarmante. A pesar de la tolerancia de mi abuela, mi padre y un hermano suyo intervinieron. – «Tiene usted que espaciar sus visitas. Hay que cuidarse de las malas lenguas».– Discutieron vivamente durante dos horas. La desolación de aquel hombre era tremenda. Espació sus visitas, pero siguió viéndola, a saltos y con idéntico arrebato. Cuando a mi bella tía se le declaró el cáncer, las prescripciones médicas le obligaron a distanciarlas mucho más. Pero, aun así, insistió. Y la vio transformarse físicamente de un modo lamentable, como si nada hubiera cambiado en aquel amor inefable, siempre iluminados el uno por el otro. Y aquel gran amor terminó con la muerte de ella. Y a él lo fusilaron en la guerra.

Lo lógico hubiera sido que, a las primeras de cambio, él colgara los hábitos y se casaran, pero lo divino y lo exquisito, lo terrible y lo maravilloso, gravitaban fatalmente del otro lado. La afortunada desdicha de vivir el amor desde esa cima emocional insuperable, coronada –como es natural– por la tragedia.