Historia

Nueva York

Pequeña memoria histórica: Alfonso XIII

La Razón
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Se teme, en nuestros días, que como consecuencia de los conflictos que sacuden al Oriente Próximo, se renueve el antisemitismo. No debemos confundir los términos: la sociedad europea medieval se había dejado ganar por el antijudaísmo, que era esencialmente religioso, exigiendo a los hebreos que se bautizasen integrándose en la sociedad. Pero en el tránsito del siglo XV al XVI este sentimiento fue sustituido por otro, antisemitismo que negaba legitimidad al hecho mismo de formar parte de Israel: la tendencia, como sabemos se fue endureciendo. Pero los monarcas españoles del siglo XIX, que seguían ostentando la condición, pactada incluso con turcos y musulmanes, de ser protectores de los Santos Lugares, se sentían obligados también a defender de alguna manera a aquellos sefarditas que seguían titulándose españoles. Y llegó la gran oportunidad de 1916/1917. Cuando las tropas del general Allenby, desde Egipto, se preparaban a invadir Palestina, Alfonso XIII neutral y beneficiario de cuantos sufrían en ambos bandos de aquella Primera Guerra calificada de Grande, acudió en auxilio de los pocos judíos que vivían en Palestina a los que el gobierno turco quería expulsar, ya que en aquella ocasión, lo que aún quedaba de aquella nación, se había colocado al lado de los aliados. Primer éxito, muchas veces olvidado, el del monarca español; ganando tiempo consiguió que los judíos siguieran allí cuando Allenby hizo su entrada. Inmediatamente se lanzó el proyecto Balfour, establecimiento de un Hogar judío en Palestina. Palabra ambigua, aunque significativa. El monarca español insistió en su protección a los judíos que vivían dentro del Imperio tuco. Al general Allenby le conocen bien todos ustedes: es el que en la película de las «Cuatro Plumas» cabalga erguido al frente de los británicos en la batalla de Jartum. Quizás no conozcan tan bien la gran labor humanitaria que nuestro rey, hijo de austriaca y esposo de inglesa, supo desarrollar en aquella contienda. El Imperio otomano se deshizo. Cuando Mustafá Kemal estableció en Turquía un nuevo régimen, que según los términos recomendados por Juan Linz, debemos considerar autoritario y no siempre dictadura, el viejo régimen de las capitulaciones que reconocían entidad a las diversas comunidades religiosas, fue anulado. En 1925 Alfonso XIII y Miguel Primo de Rivera, que sí se titulaba dictador, examinaron el problema y llegaron a una decisión cuyas consecuencias estaban muy lejos de imaginar. En adelante los sefardíes, alegando su ascendencia podía reclamar de las embajadas la documentación que les acreditase como súbditos españoles sin que tuviesen necesidad de cumplir el servicio militar obligatorio. Es así como suceden las cosas en la Historia. Decisiones que parecen, al principio, de escasa importancia, pueden llegar a tener consecuencias muy inesperadas. Cuando comenzaba la persecución nazi que conduciría al holocausto, el Gobierno español disponía de una legislación que los países concertados tenían que respetar, otorgando a los sefardíes que lo solicitasen documentación que les convertía en españoles residentes en el extranjero. Y esto al mismo tiempo que se desataba aquella oscura propaganda de «conspiración judeomasónica» que parecía dar verosimilitud a la grosera calumnia de los Protocolos de los Siete Sabios de Sion. Una mayor dificultad y compromiso venía de otro lado; durante la Guerra Civil de 1936 la opinión judía mundial se dividió; el sionismo apoyó al gobierno del Frente Popular reclutando incluso una brigada internacional, mientras que los sefarditas, no sólo en Marruecos sino también en Rumanía, adonde no llegaban influencias, aportaron dinero para la causa nacional. Cuando en 1938, el Vaticano, alarmado por las corrientes de antisemitismo que iban creciendo, consultó al Gobierno de Franco, el conde de Jordana respondió de una manera muy rotunda: en modo alguno se tomarían medidas contra los judíos. En la zona que se seguía llamando nacional funcionaban algunas sinagogas. Algunas veces nos invade la angustia de pensar si no hubiera sido posible hacer más a favor de esos «pobres judíos» como en un acto de la ACNDP en Barcelona se les calificó. La Iglesia insistía en las medidas de favor, pero también sabía que declaraciones públicas en voz alta hubieran servido tan sólo para que se aumentase el número de víctimas. Había que actuar y guardar silencio. Serrano Suñer, en 1941 a su paso por París dio instrucciones: había que defender personas y bienes al amparo de la ley de Alfonso XIII, y no ceder en caso alguno. Pero esto, que en Rumania dio resultados, en otros lugares de nada servía. Carrero encargó a algunos marinos que viajaban a Alemania que se informasen. Y les engañaron: fueron llevados a una base naval en donde les presentaron a un ingeniero judío que allí trabajaba; era el creador del sistema que permitiera hundir al Hood de un solo disparo. Pero en 1943 el secreto ya no podía ser guardado. Lo que estaba empezando a ocurrir era espantoso. España se libró de esta vergüenza dando paso libre. Según los servicios israelíes la documentación española salvó más de 46.000 vidas humanas; y no hay cifras para calcular los que conseguían cruzar territorio español hacia lugares de refugio. Es importante que los españoles lo sepan. Y, también, que no se trataba de una iniciativa de sus diplomáticos sino del cumplimiento de órdenes. En un Consejo de ministros del verano de 1943 se tomó la decisión de comunicar a todos los diplomáticos que debían hacer cuanto pudiesen, sin consultas previas porque ya no había tiempo. Los diplomáticos españoles merecen desde luego un recuerdo de gratitud profunda. Pero también España puede sentirse orgullosa de su comportamiento en aquella hora terrible y difícil. Ahora no quiere recordarse porque la nueva memoria histórica no tienen interés en recoger otra cosa que daños y defectos. Pero los historiadores aprenden muy bien la lección. Aquellos gestos humanitarios de Alfonso XIII, que tanto bien procuraron en diversos sectores, aunque pareciesen en principio de poca importancia, iban a alcanzar un brillo hacia la posteridad que permite comprender los valores profundos de que puede rodearse la Monarquía. No se trataba de decisiones coyunturales sino de responsabilidad de siglos. El Rey guardaba para aquellos sefardíes un recuerdo y también una obligación. España tuvo incluso que alquilar un tren para hacer llegar a la península a algunas familias que habían sido enviadas a un campo de trabajo. La gratitud de quienes allí viajaban se vio compensada cuando, tras días de viaje, descubrieron un tricornio de guardia civil al lado de la frontera. Estaban salvados. Y no era un compromiso político sino simplemente un gesto de cumplimiento del deber. Lo entendió muy bien el rabino de Nueva York cuando al día siguiente del fallecimiento de Franco, invitó a sus fieles a rezar por su alma «porque tuvo piedad de los judíos». No hay nada tan exacto como esta palabra. No se trataba de ser aliado, amigo o partidario, sino únicamente de «tener piedad». Qué gran lección en el tiempo y más ahora en que tanto necesitamos la paz en la vieja tierra que constituye el Eretz Yisrael.