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La quema del Corán

La Razón
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La destrucción de un libro siempre ha despertado en mí un profundo sentimiento de repulsa. Cuando yo era niño, recuerdo que no pude volver a mirar con los mismos ojos a uno de mis profesores – por lo demás, una bellísima persona – que anunció la quema de un texto que consideraba herético. Con el paso de los años, esa sensación, mezcla de repugnancia y asco, no ha dejado de aumentar lo mismo si eran los camisas pardas los que lanzaban libros de judíos a una pira, que si se trataba de los agentes de Lenin y Stalin incinerando las obras de los disidentes o Cristina Almeida afirmando sus deseos de prender fuego a lo que yo escribía nada más verlo expuesto. De todo corazón creo que lo que contiene un texto hay que confrontarlo o asentirlo con la mente y el alma, pero nunca debe convertirse en pasto de las llamas. Precisamente por eso cuando este verano supe que el pastor de una pequeña iglesia de Gainsville tenía intención de quemar Coranes para recordar los atentados islámicos del 11-S volví a experimentar un pujo de malestar que no disipó el que mis amigos señalaran que el episodio constituía una extravagancia más. Parece ahora que, al fin y a la postre, el episodio no tendrá lugar después de que contra él se hayan movilizado desde la Casa Blanca al Vaticano pasando por el general Petraeus. Bien, todo eso está muy bien y, sin duda, por ello debemos congratularnos. Sin embargo, en lo más profundo de mi ser no sólo no consigo sentirme tranquilo sino todavía más inquieto mientras se me arremolinan las preguntas. Por ejemplo, cuando Benedicto XVI fue objeto de todo tipo de dicterios porque citó las opiniones de un bizantino sobre el Islam, ¿por qué no salió a defenderlo la Casa Blanca advirtiendo a los dirigentes musulmanes de que no podía amenazarse impunemente a la cabeza de la iglesia católica? Por ejemplo, cuando hace unos meses varios creyentes evangélicos fueron expulsados de Marruecos por el terrible delito de creer en Jesús como su Señor y Salvador, ¿por qué guardaron silencio las más diversas instancias políticas y sociales en lugar de advertir al sultán que no podía pisotear así la libertad religiosa? Por ejemplo, cuando durante este año se ha intensificado la persecución contra los cristianos de la Kabilia, ¿por qué nadie ha advertido de las consecuencias de detener y torturar a gente inocente cuyo único crimen es orar a Cristo? Por ejemplo, cuando se queman iglesias y se asesina a cristianos de todas las confesiones en Pakistán, Indonesia o Sudán, ¿por qué el general Petraeus no aparece en televisión afirmando que Occidente no puede tolerar la salvajada sistemática? Confieso que no logro dar con una respuesta razonable para estos – y muchos más – interrogantes y, a la vez, me pregunto cómo interpretarán los musulmanes que en Estados Unidos, al amparo de la Primera enmienda, Marilyn Manson pueda quemar biblias en los conciertos o los manifestantes incendiar banderas o los nazis desfilar ante una sinagoga sin que suceda nada, pero la más alta magistratura presiona a un clérigo de una población perdida para que no dé un paso que pueda ofender a los musulmanes. ¡Que Dios nos ampare si lo interpretan como una muestra no de nuestra prudencia y de nuestro respeto, sino de nuestra debilidad!