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OPINIÓN: Encarnado

La Razón
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Se acabaron las fiestas. Vuelven las frías mañanas a poblarse de estudiantes que caminan hacia su tarea; vuelven los grupos parroquiales a reunirse para madurar en su fe, los políticos a los parlamentos… Ya está aquí -a pesar de las rebajas- la cuesta de Enero, que nos hace conscientes de nuestra limitación económica -agudizada hoy día por el paro y la crisis- y la monótona vida de cada día, que nos descubre otras muchas limitaciones físicas, morales, personales, familiares y sociales. Se acabó la falsa tregua del amor y la solidaridad. Y, sin embargo, así es la vida y la historia, la desnuda realidad humana que ha de asumir todo hombre, aunque se llame Jesús de Nazaret y sea Hijo de Dios. Porque es lo que significa que Dios se hizo carne: que la acción salvadora de Dios no se realiza sobre idílicos mundos o sobre iglesias soñadas, sino sobre la vulgar -que no insignificante- realidad de cada día.
No resulta fácil digerir el misterio del Dios-hecho-hombre. Han pasado veinte siglos, y el tiempo y el arte añaden poesía a una realidad que fue históricamente mucho más cruda: no es lo mismo ver los niños de barro en los pesebres de musgo y corcho, o el impresionante niño de madera del Belén de Salzillo, que ver al hijo de unos viajeros que, a falta de cualquier lujo han de conformarse con verlo nacer en un establo de bestias. Ese es el realismo de un «Dios-Hombre-Encarnado» en este mundo real. Dios se manifestó en la carne; fue «feto humano», eso que algunos consideran hoy fruslería intrascendente que puede terminar en la basura de una clínica. Se manifestó débil en el pesebre a los pastores, se manifestó Rey a los Magos de Oriente, y hoy se manifiesta como «el Hijo, el predilecto de Dios», a quien esperaba Israel y que vendría a implantar el Derecho y la Justicia. Y entre tanto, nada importante, como nos sucede a la mayoría: unos veintitantos años de silencio, de comidas y oraciones, de chapucillas con la madera en el taller de su padre, de estrecheces económicas y fiestas populares, de alegrías y penalidades... de vida vivida, en definitiva. Es decir... ¡Encarnado!
Bajó al Jordán como subiría luego a la cruz, llevando sobre sí nuestros pecados, limitaciones y dolores. Es el Dios encarnado que ha conocido nuestra masa y sabe que somos barro. Manifestado en carne vino a darnos su Espíritu. El bautismo de Jesús en el Jordán cambió radicalmente su vida: pasó del ámbito familiar a la misión mesiánica, y de la vida tranquila de Nazaret a recorrer pueblos y caminos. Hoy la Iglesia hace memoria de aquel acontecimiento y nos invita a recordar y revivir nuestro propio Bautismo. Nuestra vida también cambió en las aguas bautismales: pasamos del pecado a la gracia, de las tinieblas a la luz, de la muerte a la vida. En el Bautismo comenzamos un nuevo camino como cristianos, invitados por Diosa «pasar-como Jesús- haciendo el bien y curando a los oprimidos por el mal».

Luis Emilio Pascual
Capellán de la UCAM