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Antiguallas chinas

La Razón
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No se acaba de creer el sorprendente hecho de que, hace unos años, unos profesores chinos decidiesen que era imprescindible para la clase cultivada del país por lo menos, releer a la novelista norteamericana Pearl S.Buck, que hizo de China el ámbito de sus historias, seguramente porque en China había vivido una gran parte de su vida como hija de unos misioneros norteamericanos y terminó amando a los chinos y a su tierra. Pero no sospechó en absoluto que un día esas sus historias serían un tesoro histórico imprescindible para informarse de lo que había sido China, y esto es lo que descubrieron esos profesores chinos.
El señor Mao-Tse Tung, efectivamente, liquidó todo recuerdo o testimonio del pasado, a la vez que hizo todo lo posible para extirpar las antiguas ideas y sentimientos. Hasta ordenó arar los cementerios, y sólo quedó en pie la famosa «Ciudad Prohibida», gracias a los esfuerzos del señor Chu En Lai. Y, lógicamente, se había reescrito la historia, según un esquema muy simple y repetido, dividiéndola en dos partes previamente etiquetadas: las tinieblas antes de Mao, y la luz después. Como luego se dividió a los ciudadanos en expertos o gentes que tenían saberes, pero no eran políticamente correctos, y gentes que eran devotamente maoístas y revolucionarias. Todo quedaba muy simplificado.
Tal fue el deseado fruto de un sistema educativo y la llamada cultura para el pueblo, que luego se ha copiado también en algunos otros lugares del mundo, y que, habiendo conformado unas cuantas generaciones, las dejó en vilo respecto a casi todo el mundo de lo real.
Tampoco había exámenes, naturalmente, considerados como un vestigio reaccionario del pasado, y los revolucionarios tuvieron que improvisar entonces eminencias en las ciencias y en las letras, mientras liquidaban a letrados y científicos como enemigos de clase y del pueblo, porque el señor Mao tenía todos los tics miedo y odio a la ciencia y a la técnica, y nunca pudo superar su rencor hacia los estudios universitarios, sobre todo. Así que se llevaron a cabo por gentes absolutamente legas hasta operaciones quirúrgicas, con la sola ayuda de la lectura, durante la intervención, de «El Libro Rojo» del señor Mao, una colección de a veces poemas y otras veces de meras simplezas, que en Occidente, sin embargo, se presentó como la revelación de un talento universal. Exactamente como un funcionario vaticano confundió un cuadro del señor Mao con traje talar, inspirado en el realismo socialista, con el de un misionero católico artísticamente favorecido.
Pero no es caso de andar con más detalles, porque China nos cae muy lejos, aunque también por estos lares occidentales tenemos asuntos de tablarrasa histórica y cultural algo bastante parecidos, y que hay gentes, interesadas en que las nuevas generaciones de españolitos y europeos ignoren lo más hermoso y serio de lo que han recibido; y ésta es ya la hora en que, efectivamente, a buena parte de los jóvenes y no tan jóvenes parece que todo eso les suena a algo perfectamente extraño e indiferente, o que hay que renegar.
Ya se proporciona el esquema mental bajo el que debe mirarse y entenderse todo, y es el mismo esquema de la simplicidad maoísta: un pasado de tinieblas, y un presente y un futuro de luz, de manera que treinta siglos de civilización y cultura en sentido serio son expuestos a la irrisión y al desprecio, y son arrojados luego a la basura.
En China llegó un día en que se midió dramáticamente el desastre que supone imponer los sueños políticos sobre la realidad. Por ejemplo el triunfo de la absurda idea maoísta de unos altos hornos caseros para fundir el hierro, y de la ignorancia sobre el saber y la técnica. Pero, ¿qué pasará, entonces, cuando llegué el día de las nuevas generaciones así educadas en la alta filosofía del desprecio a «las antiguallas», y en la idea de una absoluta autonomía personal como la de un demiurgo? Mejor no hacer esta clase de experimentos.