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Asturias

El final por Alfonso Ussía

La Razón
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No he dejado de trabajar en todo el verano, desde julio a septiembre. Más de sesenta colaboraciones para LA RAZÓN y la terminación de un libro. Las mañanas, plenamente ocupadas, lo que me ha permitido no tener que excusar ni justificar mi aversión por la playa. Pero simultáneamente, rebajando las horas que he dedicado a mis obligaciones profesionales, puedo decir que he veraneado a la antigua a pesar de la crisis. Desde el 4 de julio al 10 de septiembre. Lo escribo porque me consta que este dato molestará a muchísimos, lo cual me la refanfinfla.

Llegué a mi norte, a los verdes enfrentados, cuando nacían las hortensias, y lo abandono cuando ya han comenzado a deslucirse. Nadie se engañe. Es mucho más económica y ahorradora la vida aquí que en la gran masa de cemento, hormigón y asfalto. E infinitamente más apacible. La maravillosa soledad es tan profunda, que en ocasiones he intentado establecer una charla con alguna vaca. Lamento reconocer que no lo he conseguido del todo, aunque más de un mugido sí he logrado provocar, es decir, más o menos como en Madrid. Sesenta días seguidos de sol radiante y retorno al Foro tan pálido como cuando lo dejé. He paseado, navegado y disfrutado con mis amigos. Hemos tenido, mi mujer y yo, la casa abarrotada de hijos y nietos, que es el mejor abarrotamiento que existe.

He jugado a los bolos con estilo, estética, belleza plástica y muy escaso rendimiento deportivo. He visitado las prodigiosas playas desde lo alto, sin permitir que un sólo grano de arena violara mi cuerpo. He visto los paisajes de siempre, siempre cambiantes y siempre poderosos. Ruiloba, Comillas, Valdáliga, Mazcuerras, Cabuérniga, Liébana, Novales, Cerrazo, Unquera, y el oriente pasmoso de Asturias. He compartido mis aperitivos en La Rabia con quien hay que compartirlos. No he dicho impertinencias ni me he quejado de mis escasas finanzas. Creo, cada día más, que la vida es mucho más amable si no se le exige demasiado. No he montado en bicicleta, ni he arreglado una lámpara, ni cosido un botón. Cuando he comprado algo, lo he pagado religiosamente, incluso en el supermercado. He procurado leer en los periódicos las noticias relacionadas con los comportamientos humanos y sociales, con las costumbres, huyendo de primas de riesgo y del Banco Central Europeo, al que envío desde aquí mi más respetuoso saludo.

Creo que me he mantenido en mi peso. He sufrido con un callo en el meñique del pie derecho, molestia subsanada por una eficiente podóloga alavesa. No he acudido a ninguna cena o fiesta a las que he sido invitado, exceptuando las organizadas por mi familia. El veraneo es descanso, no fiestas en las que te encuentras con quien te topas un día sí y el otro también. Me he perdido en corros añejos para disfrutar de las partidas de bolos de los pueblos, que son las que me gustan. No me cabe una anchoa más en el cuerpo. Dada mi suprema experiencia, he conseguido despistar y regatear a cuantos coñazos se han acercado a mí para hablarme de política. No he visto, ni me interesa, el vídeo de la mujer de Los Yébenes, Olvido Hormigos, de la que Emilia Landaluce escribe que tiene nombre de heroína de Antonio Gala. Me he sentado en el jardín con los prismáticos y he apuntado en mi cuaderno ornitológico presencias de bisbitas, chochines, reyezuelos, jilgueros, petirrojos, herrerillos, verderones, y los siempre reincidentes zorzales. He visto un corzo en el gran prado que se abre ante la casa de mi amigo Ricardo Escalante. Un corzo educado y soberbio que se sabe seguro y no huye del ser humano.

Y hoy, precisamente hoy, dejo mi paraíso para volver a Madrid. Me lo advirtió Raúl del Pozo, con el que tuve la suerte de hablar días atrás. «Quédate allí, que esto es la guerra». Hay que volver. Pero que me quiten lo bailado.