Historia

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Morcillas

La Razón
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Hace un tiempo, en una de esas cenas que monta algún amigo, se nos preguntó cómo nos definiríamos políticamente. Cuando llegó mi turno respondí tan fresca: «Yo soy una campesina…». Pues sí. Me he esforzado en estudiar, he viajado, he leído todo lo que me ha sido posible, y aunque ahora por circunstancias de la vida habito en el centro de Madrid, mi corazón sigue pegado a la tierra. Uno de los asistentes a la reunión, autodefinido «muy rojo» (sic), que ya me tenía enfilada, me espetó airado: «¡Debería darte vergüenza, entonces, ser tan facha!». No soy facha, no necesito explicarlo ni excusarme delante de cualquier imbécil mal informado y peor educado, pero comprendí a aquel pobre hombre de ciudad, alimentado de tópicos. En los pueblos, comemos mucho mejor. Por otro lado, me resulta enternecedora esa simpática costumbre, tan españolita, y por lo tanto poco liberal, de tratar de avergonzar a quien no comulga con las ideas personales (un verdadero liberal debería defender las ideas contrarias a las suyas con más pasión, si cabe, que las propias). No dije nada. Detesto la violencia. Por no arruinar la cena, me abstuve de recordarle al individuo aquel dicho ruso: «Comunismo y fascismo son las dos caras del diablo en el siglo XX». Ni las tristemente proféticas palabras de Hitler en 1934: «No es Alemania la que se va a volver bolchevique, sino el bolchevismo el que se transformará en una manera de nacionalsocialismo». Ni las palabras de Alexander Wat: «Veía semejanzas (entre el comunismo y el hitlerismo) empezando por el culto al líder, por la eliminación de la oposición…».
No le recordé a aquel irascible señor que tanto el dogmatismo como el odio al liberalismo son propios del comunismo y del nazismo. Tampoco le dije que en la revolución rusa, de la que él es hijo sin quizás saberlo, los «kulaks» (campesinos, pequeños propietarios de la tierra) se resistieron a la colectivización comunista con uñas y dientes: preferían matar al ganado antes que entregarlo al Estado. Murieron millones, masacrados por el régimen soviético, que los consideraba, con razón, «contrarrevolucionarios» y se propuso exterminarlos «como clase». Lo consiguió, con sangre, fuego y hambre. No le recordé nada de eso. Lo hago ahora. Por si tiene la costumbre de leer alguna vez y da la casualidad de que se tropieza con esta columna: sí, yo pertenezco al «kulak reaccionario». Y de paso aprovecho también para decirle que le den morcillas.