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Llamas de cera (III) por José Luis Alvite
Es obvio que entre los ricos genealógicos, depositarios de un patrimonio trasmitido de generación en generación, hay personajes que aun siendo cultos resultan deleznables. Algunos ricos marcan distancias emocionales insalvables. Ese era el caso del progenitor de mi amigo E. R., que un día me confesó que la única vez que se atrevió a abrazarle, su padre encajó el afecto de su hijo sin soltar las maletas que sostenía en las manos. Supongo que son personajes extremos, acaso enfermos de frialdad y de soberbia, como le ocurría a un rico de toda la vida que, casi aún en plena luna de miel, se enfadaba mucho por el llanto de su hijo recién nacido. Su explicación tenía un cierto matiz preventivo que no dejaba de ser perverso: «Lo peor que puede ocurrir en mi casa es que el llanto del bebé despierte al perro». Entre los ricos es más frecuente el personaje tolerante, de modales contenidos, que lleva una vida casi de reclusión que no se sabe muy bien si es el resultado de un sincero deseo de intimidad o la consecuencia de su temor a que otros ciudadanos consideren ofensiva su riqueza. El viejo patólogo don Pedro Pena era un tipo aprensivo que vivía obsesionado por el riesgo de contraer cualquier enfermedad popular si salía a la calle, así que vivió cautivo del miedo hasta que le sobrevino la muerte a una edad muy avanzada. Aunque estaba casado, yo siempre pensé que la muerte había sido la única señora que le vio desnudo. Era un tipo con cultura y dinero, pero se ponía guantes incluso para tocar las facturas. Supongo que para superar el asco que le producía cualquier contacto carnal, había conseguido mear por ósmosis. Si se declarase un incendio en su pazo, aquel rico culto y antibiótico sólo habría aceptado que acudiese a extinguir el fuego un profiláctico bombero de cera.
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