Cuba
La maldición olímpica por José Clemente
El 17 de octubre de 1986 y en el transcurso de la 91 sesión del Comité Olímpico Internacional celebrada en Lausanne, el entonces presidente del COI, Juan Antonio Samaranch, pronunció aquella frase de «A la ville de…Barcelona», con suspense incluido, que está grabada a fuego en la memoria de todos los que vivimos ese momento en la Ciudad Condal y en el subconsciente de los españoles en general. Tras la frase de Samaranch, centenares de miles de barceloneses se echaron a las calles para festejar la elección de su ciudad como la organizadora de la XXV Olimpiada de la era moderna, unos Juegos Olímpicos que fueron modélicos porque antes de la presentación de su candidatura ya contaba con 60.000 voluntarios, y todas las administraciones (local, autonómica y estatal) habían cerrado filas para que el sueño se cumpliera. Y así fue.
Ahora, 20 años después, nos queda el orgullo de haber sido impecablemente eficaces en cuanto al resultado del medallero final, lo que demuestra que programas como el ADO (Ayuda al Deporte Olímpico) fueron todo un acierto. También nos queda el buen sabor de boca de haber sido los mejores anfitriones para esas 169 delegaciones de deportistas llegados desde todos los rincones del mundo, entre los que destacaban Sudáfrica tras el fin del apartheid; a Cuba, ausente de los Juegos desde 1980; a la Alemania reunificada con el Este, y a 12 repúblicas de la extinta URSS bajo el nombre de «Equipo Unificado» y portando la bandera olímpica como enseña, ya que las repúblicas bálticas (Estonia, Letonia y Lituania) participaron en ellos como países independientes por primera vez desde 1936, cuando fueron anexionadas por el Ejército ruso.
Como todos los grandes acontecimientos universales y los Juegos Olímpicos de Barcelona ´92 no iban a ser menos, marcaron un antes y un después para muchas cosas, también en actitudes, en espíritu deportivo y, muy especialmente, en sus tres principales protagonistas: Pasqual Maragall, como alcalde de la ciudad organizadora; Carlos Ferrer Salat, como presidente del COE y Juan Antonio Samaranch, como máximo dirigente del COI. Tres grandes hombres sobre los que pilotó ese anhelo colectivo han tenido un final no correspondido con el esfuerzo que hicieron, la entrega que depositaron para que todo discurriera sin problema alguno y la brillantez con que se cerraron los Juegos en el mes de septiembre con las competiciones paralímpicas. Me recuerda a aquella otra maldición que rodea a Los Beatles al final de su etapa personal y vital, después de concluir con la máxima brillantez una trayectoria musical irrepetible.
Como bien sabrán sobre la legendaria banda de Liverpool, su líder natural John Lennon, fue asesinado a la puerta de su domicilio en Central Park por un loco que no quería irse de este mundo sin salir en cuantas portadas. George Harrison, considerado por muchos el verdadero cerebro de Los Beatles y el número 10 de los mejores guitarristas del mundo, fue víctima de un cáncer que le derivó en metástasis y acabó con él en pocas semanas. Los dos supervivientes actuales de la banda, Paul McCartney y Ringo Starr, llevan una vida sometida a todo tipo de controles a consecuencia de los pólipos cancerígenos que se le han encontrado.
Con los «padres» de los JJ.OO. de Barcelona´92 ocurre algo parecido a aquella maldición beatle. Ferrer Salat fue el primero de ellos en fallecer en medio de una gran polémica. Al marques de Samaranch, en cuyo funeral sonaron las notas de «Amigos para siempre», se lo llevó una grave dolencia cardíaca, y, Maragall, el único superviviente, vive sus días atrapado en ese laberinto del alzheimer. A pesar de todo, porque no dejan de ser más que desgracias personales que también ocurren a los demás mortales, famosos o no, nuestro recuerdo siempre estará con ellos cada vez que la efeméride se adorne con el número par dos como último dígito.
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