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Guerrero o el síndrome del Dioni por Paco Reyero

La Razón
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Atendiendo a jerarquías de corrupción, Guerrero, ese extravagante ángel achispado y delincuente de los ERE, era apenas un delegado de zona, el encargado de una zapatería que espera, solícito, los envíos. Tras su pretendido coqueteo de patíbulo con la jueza Alaya ha devenido en un fantasma dibujado por millones de mentes. A su chófer jienense de la cocaína se lo han trucado por un furgón de la Guardia Civil de los que se anuncian en los telediarios. Los hoteles de carretera se le han achicado hasta celda carcelaria. Según esta estampa –promocionada de forma interesada–, parecerá que su persona singular operaba como todo el clan de Chicago. Eso, amigos, es imposible. Ocurre, que como Alaya es ajena a lo que se estila en la Justicia en España, el súbito «talegazo» del ex director general de Empleo de la Junta ha llegado a la tertuliana barra de los bares con una extraña división de opiniones. Y a algunos, Javier Guerrero les ha inspirado una delicuescente ternura, a lo Dioni, pero primaveral. Los marlboros, los gin tonics, la indolencia del perdedor y ese hombre que habrá sido capaz de orquestar una trama gigantesca durante 10 años para justificar que su suegra, doña Victorina, también pudiera disfrutar de una prejubilación fraudulenta. En esta tesis de comedia de Jardiel Poncela, Guerrero vendría a ser como aquel sicario a sueldo de Capone, Walter Stevens, quien, al tiempo que descerrajaba las calles y los «speakeasy», cuidó a su mujer enferma durante 20 años, adoptó a tres huérfanos y no dejó de colaborar asiduamente con los asilos de Chicago. Una vez matizado a esta criatura de San Francisco por su atrabiliaria prodigalidad, sepamos quién le ponía el alpiste.