Barcelona
Alemania terror contra terror
Desde 1943, tanto Estados Unidos como la Unión Soviética tenían muy claro que había que castigar a los alemanes una vez se ganara la Segunda Guerra Mundial. Las barbaridades cometidas por los aliados quedan documentadas en un escalofriante trabajo del historiador Giles MacDonogh.
Pero ¿qué ocurrió en Alemania tras la caída de Hitler? Esa pregunta es la que contesta el historiador Giles MacDonogh en una monumental obra, «Después del Reich», que acaba de publicar Galaxia Gutenberg. El ensayo desvela la represión que la población alemana sufrió a manos de los aliados tras el 7 de mayo de 1945, cuando se ponía fin a la Segunda Guerra Mundial. Un país destruido y traumatizado al descubrir la verdad oculta de los campos de concentración padecía una nueva devastación. Como había dicho poco antes de su muerte el presidente Fran- klin D. Rooselvelt, el objetivo era que «hay que enseñar al pueblo alemán su responsabilidad por la guerra, y durante mucho tiempo deberían tener sólo sopa para desayunar, sopa para comer y sopa para cenar».
Un tema tabú
MacDonogh, en declaraciones a LA RAZÓN, explicó que se puede considerar que el tema de su libro «ha sido tabú. No es que no se haya tratado antes. La gente ha escrito sus memorias y hablado en ellas sobre esto, pero existen una serie de elementos que había que barajar para hacer este trabajo». Los datos que menciona son los que se refieren a las violaciones, ejecuciones, pillajes y otros tipos de castigos que, en muchos casos, carecen de una importante falta de documentación. Lo que sí parece claro es que a las cuatro potencias ganadoras del sangriento conflicto –Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia y Unión Soviética– no les tembló el pulso para dar un escarmiento a aquellos que habían sido sus enemigos. Eso hizo que incluso se llegaran a reutilizar campos de concentración, hasta algunos de los más brutales, como Auschwitz, Dachau o Bergen-Belsen.
Divisiones morales
A ello se sumó que más de 16 millones de civiles fueran expulsados de sus hogares por algunas de los países aliados. MacDonogh reconoce que «los alemanes cometieron enormes atrocidades y en extraordinarias cantidades durante la guerra, pero parece que queremos mantener siempre la idea de que dos fallos hacen un acierto. En ocasiones los aliados habían perdido su base moral al cometer aquellos actos y por algunos de los juicios que tuvieron lugar, especialmente por el tratamiento que se les había dado a los prisioneros, tanto a los criminales de guerra como a los políticos. Incluso existían divisiones morales entre los jueces que no aprobaban los estándares morales que se aplicaban. Es el caso del juez francés en Nuremberg, Donnedieu de Vabres, que tenía ideas incómodas para mucha gente».
En el libro, de casi unas mil páginas, se recogen numerosos ejemplos de los excesos cometidos en toda la Alemania liberada de la opresión nazi. La periodista Margert Boveri llegó a comparar el Berlín de mayo de 1946 con el saqueo de Roma, constatando con resignación que «sólo ahora, al observar lo que se están llevando los rusos, podemos ver lo ricos que éramos». En una estimación a la baja, MacDonogh sostiene que el número de berlinesas violadas, sobre todo por los soviéticos, se sitúa en 20.000. El exceso acabó siendo algo corriente, propiciando una especie de humor negro resumido en una popular frase alemana: «¡Mejor un Iván en el vientre que un americano en la cabeza!». Las consecuencias de los abusos sexuales desembocaron en suicidios, embarazos y enfermedades. En 1946 se calculó que uno de cada seis niños nacidos fuera del matrimonio tenían padres rusos. La «desnazificación» fue otro de los ejes de esta política, incluso para los alemanes que habían participado en la conjura para asesinar a Hitler. Uno de los casos más curiosos es el de Charlotte von der Schulenburg, cuyo marido, Fritz, fue ejecutado tras conspirar contra el dictador. Ella no pudo cobrar su pensión de viudedad hasta 1952 por ser un jerarca nazi, aunque díscolo.
El historiador está convencido de que muchas de las barbaridades cometidas contaban con el visto bueno de los máximos superiores. «Stalin sabía todo lo que estaba ocurriendo y él decía a sus soldados: "Chicos, necesitáis divertiros un poco". Pensaba que era como una recompensa para sus hombres. Respecto a los franceses, en términos de atrocidades, por ejemplo, desconocemos si fueron sancionados por lo que hicieron en Stuttgart. Las barbaridades de los estadounidenses eran a muy pequeña escala, tal vez consecuencia de una falta de disciplina. Los ingleses, por su parte, eran un ejército profesional y no se sobrepasaron».
El responsable de «Después del Reich» apunta que las fuerzas militares que liberaron Alemania del nazismo acabaron incumpliendo «la Convención de Ginebra, emplearon a los prisioneros para hacer trabajos forzados. En la mayoría de los casos se puede afirmar que fueron esclavizados». Pero todo estaba dibujado desde hacía tiempo. MacDonogh recordó que en 1943, cuando aún quedaban dos años para acabar con Hitler, «Estados Unidos ya habla de dividirse el mundo con la U.R.S.S., por lo que esas atrocidades, ese período de caos que se produjo tras el final de la guerra, se podría haber evitado».
Las irregularidades se extendieron hasta el punto de no respetar la legalidad internacional. Por ejemplo, la Unión Soviética se saltó la Convención de Ginebra con los 90.000 presos alemanes de la batalla de Stalingrado. En el libro se explica que de todos esos detenidos solamente sobrevivieron 5.000, y que, además, no regresaron a sus casas hasta 1955.
Cuando apareció publicado en Gran Bretaña el documentado estudio de MacDonogh no escapó a la controversia. El historiador lamenta que, pese a que muchos aplaudieron su gran esfuerzo y dedicación, también recibió críticas negativas por hablar de los alemanes que sobrevivieron a Hitler como víctimas. El especialista británico cree que no se acabó bien aquella guerra.
Dresde y la destrucción
«No era de esperar –escribe Hans Magnus Enzensberger– que las mujeres alemanas hicieran mención de la realidad de las violaciones; ni que presentaran a los varones alemanes como testigos impotentes cuando los rusos victoriosos reclamaban a sus mujeres como botín de guerra –según los cálculos más fiables, más de 100.000 fueron violadas en Berlín en las postrimerías de la guerra–». Lo afirma en el prólogo de un gran libro: «Una mujer en Berlín» (Anagrama). Un relato escrito en un búnker subterráneo entre abril y junio de 1945. Un relato de aquellos días. «Las mujeres –insiste– resultaron ser las heroínas de la superviviencia entre las ruinas de la civilización». Y es que no sólo sufrieron los aliados. La población alemana también probó la hiel de la guerra, las consecuencias del nazismo. Antony Beevor lo descubría ya en su libro «La caída: 1945» (Crítica). Los soldados rusos se desquitaron de las vejaciones nazis humillando a sus mujeres con violaciones sitemáticas, en grupo. Hubo, incluso, muchachas que optaron por convertirse en «novias» de oficiales soviéticos. Era preferible estar con un hombre a pertenecer a varios. Desde hace unos años se ha subrayado el violento desquite de los aliados. La prueba más evidente es el bombardeo de Dresde. ¿Era necesario ese aplomo? En la ciudad no había material bélico relevante. La excusa fue «quebrar la moral del enemigo». El escritor W. G. Sebald le dedicó un libro enjundioso, que no se puede desechar, a estas campañas aéreas. Escribe: «La RAF arrojó un millón de bombas sobre territorio enemigo, de las 131 ciudades atacadas, algunas quedaron totalmente arrasadas, y unos 600.000 civiles fueron víctimas de la guerra aérea sólo en Alemania». En Hamburgo hubo 200.000 muertos. Las llamas de Dresde se veían a 70 kilómetros. El calor derretía el cristal de las ventanas y la espiral de fuego desencadenó huracanes que absorbían a las personas.
Ficha
«Después del Reich. Crimen y castigo en la posguerra alemana», de Giles MacDonogh. Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores. 976 páginas. 30 euros.
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