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Las Cabalgatas

La Razón
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Entiendo que para los niños la Cabalgata de los Reyes Magos es un espectáculo emocionante, mágico y deslumbrante. También cansadísimo. El pocentaje de catarros infantiles después de la Cabalgata es altísimo. Tengo para mí que cuanto menos vean los niños a los Reyes Magos, más creerán en ellos. Lo escribo por propia experiencia. Dejé de creer en los Reyes en la única ocasión que mis padres me llevaron a la Cabalgata. A Baltasar lo habían pintado de negro, y se notaba. Y las barbas blancas de Melchor y pardas de Gaspar, eran de pega y se adivinaba a distancia. Al menos, se trataba de una Cabalgata de Reyes en su estado más primitivo. Desfilaban los pajes, los camellos, los caballos y los Reyes Magos. Nadie más. Ahora los niños se constipan más porque desde que comienza la Cabalgata hasta que llegan los Reyes en unas carrozas nada apropiadas para mantener la fe y la ilusion de los inocentes, transcurren tres horas de artilugios rodantes innecesarios, con personajes de la televisión, mensajes comerciales y publicitarios y demás añadidos multicolores que nada tienen que ver con la Epifanía. Para colmo, en algunas carrozas, lanzan caramelos a los niños, y todos los años hay heridos entre el público. Ya de lanzar caramelos, que tiren gominolas, que sólo hacen daño a las muelas, pero no a los pobres niños que acuden a ver a los Reyes Magos y los reciben a caramelazo limpio.

En Madrid, al menos, a la Cabalgata de los Reyes Magos se suman las miles de cabalgatas de incautos ciudadanos al volante que pretenden llegar a sus casas y no pueden conseguirlo. El río de Madrid no es el Manzanares, aunque lo sea. El auténtico río de Madrid es el Paseo de la Castellana, con sus dos vertientes, los barrios de Salamanca y Chamberí. Sólo hay un puente para atravesarlo de margen a margen, el de Juan Bravo, y la Policía Municipal decidió cortarlo con dos horas de antelación a la salida de la primera carroza. En vista de ello, la lenta caravana de coches maltratados se vio obligada a llegar hasta el Santiago Bernabéu para pasar el río. Una deshabitada mujer, ayuna de fuerzas, con el coche hasta los topes de regalos, se lo rogaba con lágrimas en los ojos a un municipal, que no siempre son simpáticos y colaboradores. «Por favor, agente, vivo ahí, en esa casa. A treinta metros. Permítame girar, por favor. Estoy agotada, y no hay peligro en la maniobra». El agente municipal, encantador, no le permitió girar y con alto espíritu navideño le señaló la dirección contraria a su casa. «Circule», le ordenó. Aquella mujer lloraba mientras su casa se alejaba a sus espaldas y se enfrentaba en soledad a la posibilidad de dirigirse hacia Los Ángeles de San Rafael, la bella localidad segoviana sita junto al túnel del Guadarrama, que es de peaje.

En las seis horas que permanecí en el coche para lograr, al fin, llegar a mi casa, observé con detenimiento los detalles de la marea humana que acudía a la Cabalgata. Muchísimos padres con escaleras portátiles. Madrid, Capital de España, con cuatro millones de habitantes y tres millones de escaleras portátiles. Y los niños, con sus diferentes estados físícos y de ánimo. Ilusionados, divertidos, nerviosos, agotados y casi todos, deseando volver a sus casas para poner los zapatos y esperar el milagro de los regalos.

Porque los Reyes Magos son un prodigio, y los prodigios no desfilan. Lo importante no es lo que se ve. Es lo que se sueña, y al día siguiente, lo que el sueño les ha dejado en forma de juguetes.