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Saliva de talco por José Luis Alvite

La Razón
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A pesar de haber llevado una vida eminentemente urbana, he sentido siempre la tentación de los lugares solitarios y remotos en los que suponía que podría desarrollar una existencia innombrable y bautismal en medio de una naturaleza inhóspita, casi hostil, en la que apenas alguna vez inmemorial hubiesen estado de paso el viento, los caballos y el fuego. Ese lugar podía ser en la sabana de África, perdido entre la taiga siberiana o en un desfiladero camino de Oregón, a merced del olvido en uno de esos territorios en los que los ríos estrenan al tacto el agua y hasta parece que en el campo esté de paso el paisaje. En las crónicas del Savoy he encontrado de vez en cuando la ocasión de resarcirme de esa tentación gracias a haber dado de madrugada con tipos que conocieron sitios así, lugares incógnitos y distintos, como aquel desolado paraje de Montana en el que el jinete solitario quemó la hierba seca para ver al menos, al lado de la de su caballo, la sombra togada y amarilla del fuego. Uno de aquellos tipos me contó que «en las llanuras antes de llegar a las montañas de Idaho, todo era tan llano e infinito, que hasta el fuego que arrasaba la pradera sucumbía al cansancio y se extinguía». Ya no quedan muchos hombres que hayan estado alguna vez de paso en lugares como el que me describió en el Savoy uno de ellos hace ya unos cuantos años: «Yo estaba seguro de ser lo único que había ocurrido allí en mucho tiempo, hijo. No sabría describir tanta grandeza. Era territorio hostil, es cierto, pero yo me sentía protegido por la soledad y arropado por el miedo. Mi saliva era talco y hubo momentos en los que por culpa del silencio temí perder el habla. Pero al anochecer detenía la marcha, prendía un fuego y esperaba a que las mulas hiciesen rezar la orina en la gárgola de sus vaginas desdentadas».