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Juzgar a un juez

La capacidad de dirección del Tribunal Supremo es más que suficiente para asegurar la buena marcha de todos los procesos 

La Razón
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Según algunas estadísticas el porcentaje de religiosos que han podido abusar de un menor es inferior al porcentaje de delincuentes análogos pertenecientes a otros colectivos. Este hecho es puesto de relieve en ocasiones por personas que, con buena intención, pretenden resaltar cierta falta de equidad en la severa reacción de la sociedad ante tan graves conductas. Sin embargo, la indignada respuesta social ante dichos crímenes resulta comprensible, porque el abuso sobre un menor realizado por un ministro de la Iglesia tiene sin duda una dimensión ética preocupante. La sociedad, incluso la representada por los no creyentes, a la hora de censurar los abusos tiende a suponer en el religioso católico unas exigencias éticas superiores a la media, siendo dicha inconsciente suposición un involuntario homenaje a la Iglesia misma, cuyos ministros vienen así a ser considerados como personas cuyo comportamiento se supone mejor por el solo hecho de ser religiosos.

De modo análogo reacciona la sociedad cuando debe enfrentarse al hecho inevitable de que en ciertos momentos el comportamiento de un juez debe ser enjuiciado. Juzgar a un juez es un hecho muy relevante aunque afortunadamente poco frecuente, porque el colectivo de magistrados rebosa de personas que creen en la Ley, personas que han apostado ciento a uno por el Derecho y que han optado por convertir a la Justicia en el norte de su vida, y que no utilizan la Justicia en su propio interés ni se apoyan en ella para obtener un privilegio.

Juzgar a un juez por actos realizados en el ejercicio de sus funciones es un acontecimiento que nos recuerda que todos los ciudadanos somos iguales ante la Ley. De todos modos, no se puede negar que un proceso de este tipo indica un cierto fracaso del Derecho, que aparece así como insuficiente para motivar de modo adecuado a quienes están llamados especialmente a protegerlo. Así como se supone que un ministro de la Iglesia debe mantener un comportamiento moralmente impecable motivado por su fe, también se supone que un juez debe ser quien juzga, aplicando la Ley con amor por la Justicia y el Derecho, constituyendo una relevante anomalía que quien está llamado por la Constitución a decir Justicia se vea sometido al enjuiciamiento por otros miembros del Poder Judicial, ante una posible conducta delictiva realizada en cumplimiento mismo de las elevadas funciones que ejerce por mandato del pueblo.

Juzgar a un juez por su comportamiento profesional sólo puede ser una función exclusiva de los jueces, porque ellos son los ciudadanos llamados a ejercer dicha tarea, siempre sometidos plenamente a la Ley. Un tribunal de jueces puede enjuiciar a un médico, pero un Tribunal de médicos no puede juzgar a un juez. Así es la realidad y así la asume nuestra Constitución. Por lo tanto, la aparente paradoja del juez juzgado debe aceptarse con total normalidad porque deriva de la naturaleza misma de las cosas.

Juzgar a un juez es función que en muchas ocasiones debe asumir el propio Tribunal Supremo, porque es competente para juzgar a los magistrados de cierto nivel profesional. Ello no representa ningún privilegio para dichos acusados, contra lo que pudiera parecer. Lo que se pretende es asegurar que el tribunal que juzga sea inmune a toda influencia que pueda provenir del propio acusado o de su entorno. Si el presidente de un tribunal de alto nivel fuera juzgado por un juez de la última promoción, un ciudadano podría pensar, con todo fundamento, que la probabilidad de obtener un veredicto imparcial sería menor, aun suponiendo la máxima honradez en el magistrado.

Juzgar a un juez significa un proceso de importante relevancia mediática, la cual es aceptable e incluso conveniente, porque los ciudadanos tienen derecho a ser adecuadamente informados sobre la marcha de la Justicia, siempre respetando el secreto del sumario. Sin embargo, a pesar de los especiales requerimientos derivados del entorno informativo, la capacidad de dirección del Tribunal Supremo es más que suficiente para asegurar la buena marcha de todos los procesos, incluso de aquellos en que se juzga a personas de relevancia notoria, permitiendo que dichos juicios de gran repercusión se desarrollen con toda normalidad con arreglo a las normas procesales.

Álvaro Redondo Hermida
Fiscal del Tribunal Supremo