Historia

Badajoz

Guerra y propaganda en el Alcázar

El próximo miércoles se cumplen 75 años del final de uno de los hechos bélicos más célebres de la Guerra Civil: el asedio del Alcázar de Toledo, que llegó a estar sitiado por 5.500 republicanos. Franco ganó su primera batalla

A la izquierda, milicianos entrando al Alcázar y junto a estas líneas, el General Moscardó, en unas fotografías inéditas adquiridas por el Ministerio de Cultura en 2002
A la izquierda, milicianos entrando al Alcázar y junto a estas líneas, el General Moscardó, en unas fotografías inéditas adquiridas por el Ministerio de Cultura en 2002larazon

MADRID- Si hay una gesta que destaca entre las que tuvieron lugar durante la Guerra Civil española, ésa es sin duda la defensa del Alcázar de Toledo. Todo contribuyó a forjar la leyenda: la obstinada resistencia de los defensores más allá de todo límite imaginable; la propaganda de los atacantes, mintiendo una y otra vez sobre la toma de la fortaleza; la imagen romántica que vieron en el extranjero: un rocoso castillo medieval defendido por unos jóvenes cadetes aislados de un mundo moderno que creía olvidadas estas hazañas. Más allá del mito y del heroísmo, la realidad es que el Alcázar se defendió contra todo pronóstico desde los inicios de la guerra hasta finales de septiembre de 1936, consiguiendo para los nacionales un éxito de gran repercusión internacional que contribuiría a elevar su moral y a reforzar sus apoyos internacionales, aunque a costa de retardar su avance hacia la capital de España en lo que constituía en aquellos momentos el objetivo principal de la campaña.

La munición, clave
El 18 de julio de 1936, pese a que el Alcázar albergaba las academias de Infantería, Caballería e Intendencia, no había ningún alumno en el recinto por estar todos de permiso, si bien un reducido grupo de ellos se incorporaría a la defensa voluntariamente. Así, el peso de la resistencia iba a recaer en las Fuerzas de Guarnición en Toledo –350 hombres– y las de la Guardia Civil de la plaza y provincia –700 hombres–. A ellos se sumarían aproximadamente 100 milicianos, en su mayoría falangistas, más otros 50 hombres de distintas procedencias. Todos quedaron bajo el mando del comandante militar de Toledo, el coronel José Moscardó Ituarte, director de la Escuela de Gimnasia.

Después de unos confusos días iniciales, el 21 de julio fue proclamado el estado de guerra por las fuerzas sublevadas. Ese mismo día se produjo el primer bombardeo sobre el Alcázar y la columna Riquelme, enviada desde Madrid con más de 1.600 hombres, artillería y blindados, llegó al cementerio de Toledo, reforzando a los grupos armados izquierdistas. Sin embargo, ese día tuvo lugar un hecho trascendental: los sublevados trasladaron más de 700.000 cartuchos hasta la academia gracias al buen hacer del comandante Méndez Parada, lo que garantizaba la provisión de municiones para un largo asedio. La llegada de la fuerza de Riquelme decidió a Moscardó a replegar todas sus fuerzas sobre el núcleo del Alcázar, pudiéndose decir que el asedio comenzó efectivamente el día 22 de julio de 1936, lo que hizo proclamar a la radio madrileña una de las primeras mentiras que, a la larga, resultarían contraproducentes para el bando republicano: «El Alcázar, que se resistió hasta el último momento, fue definitivamente tomado por las tropas de Asalto y la Guardia Civil».

70 días de fuego
Cuando los aproximadamente 1.200 defensores, 600 familiares y un muy reducido grupo de prisioneros se encerraron definitivamente en el perímetro defensivo de la fortaleza, aparecieron para el mando los problemas que para la subsistencia presentaba un asedio que ya se empezaba a adivinar largo, aunque no tanto como lo que al final resultó. Los defensores sólo contaban con 1.200 fusiles y mosquetones, 13 ametralladoras y 13 fusiles-ametralladores, 200 granadas de mano, dos cañones de 70 milímetros y un mortero ligero con poca munición.

El resto del mes de julio vio el reforzamiento de las fuerzas republicanas, en especial en piezas de artillería, destacando la batería de 155 mm que instalaron en la Dehesa de Pinedo y que, junto a otras piezas de menor calibre más las que irían sumándose a lo largo del asedio, constituyeron la pesadilla de los defensores. La primera quincena de agosto discurrió con los atacantes perfeccionando el cerco sobre el Alcázar, incrementando el poder destructivo de su artillería. Los sitiados siguieron mostrando por su parte elevada moral, organizando incluso un partido de fútbol en el patio y, el día 6, hasta una fiesta circense, lujos que pronto hubieron de abandonar por la dureza del cerco.

La segunda quincena fue mucho más dura. Ante el empuje de las columnas africanas y la ocupación de Badajoz, los atacantes se emplearon mucho más contundentemente contra la fortaleza, de forma que la batería pesada de 155 milímetros comenzó a tirar únicamente contra la fachada norte buscando abrir brecha –lo que se logró el día 24 de agosto–. No obstante, empezaron a oírse voces aseverando que la única forma de destruir el Alcázar era desde el subsuelo, por lo que empezaron los trabajos en galerías subterráneas para tal fin, siendo abortada una primera mina el 16 de agosto gracias a una audaz reacción de los defensores.

Como resultado de todo ello, las bajas entre los sitiados aumentaron sensiblemente durante este mes de agosto y la moral empezaba a sufrir por las penurias del asedio, si bien el 23 de agosto un avión nacional lanzó un mensaje de Franco que confirmaba su voluntad de liberar el Alcázar.

Con 20 piezas batiendo ahora el Alcázar, los republicanos lograron tirar el día 4 de septiembre el torreón nordeste, que recibió no menos de 138 impactos directos de calibre 155. El torreón noroeste, después de encajar 285 cañonazos, cayó también derribado el día 8. Los atacantes llegaron a contar hacia el final del asedio con más de 5.500 hombres.

Efecto psiológico
En septiembre, los atacantes intentaron presionar psicológicamente a sus adversarios, enviando emisarios que les intimaron directa o indirectamente a la rendición. El comandante Vicente Rojo y el padre Camarasa fueron los primeros, además de la embajada de Chile y la Cruz Roja.

El 18 de septiembre, los atacantes prepararon un asalto definitivo que había de suceder a la voladura de dos minas, cargadas con 2.500 kilos de trilita cada una, y a una contundente preparación artillera. Más de 4.200 hombres se lanzarían al asalto de las ruinas. Frente a ellos, 348 hombres útiles para defender el perímetro exterior, 279 el propio Alcázar y 428 para actuar como fuerza de maniobra. Era tal la confianza en el éxito de este ataque que acudieron a verlo el presidente de Gobierno, ministros, otros políticos destacados y periodistas nacionales e internacionales.

El asalto final
Tras las voladuras brutales, que provocaron la caída del torreón suroeste y casi toda la fachada oeste, tuvo lugar el asalto republicano, que logró poner los pies en el Alcázar coronando las ruinas de la cara norte con una bandera roja. Ante esta situación que podía provocar la caída definitiva de la fortaleza, un grupo de jóvenes tenientes logró trepar hasta las ruinas y desalojar al enemigo.

El domingo 27 de septiembre de 1936, el teniente Lahuerta Ciordia, al frente de una sección de Regulares de Tetuán, estableció contacto con los cercados, quienes, con el fusil a la cara, les recibieron con todo tipo de prevenciones a pesar de los gritos del oficial: «¡Somos de Regulares. Toledo es de España!» Sólo las cornetas de la V Bandera de Tiede tocando la contraseña de la Legión terminaron por convencer a los sitiados de que, efectivamente, el cerco había terminado. Atrás quedaban 70 días de asedio, 13.000 impactos directos de artillería, una guarnición al borde de la inanición, más de 500 heridos y casi 100 muertos. Franco, con un tanto político en su haber que le daba enteros para su próxima elección como Generalísimo, oía, asombrado como el resto del mundo, el parte de Moscardó en la cuna de la Infantería española: «¡Sin novedad en el Alcázar, mi general!».


Clásico inagotable en cine y en libros
El asedio al Alcázar de Toledo ha sido llevado al cine en varias ocasiones en películas de la inmediata posguerra, como «El Alcázar no se riende» y «Sin novedad en el Alcázar», alimentando la mitología de unos de los episodios de mayor carga simbólica. Los libros, por otra parte, también se han sucedido. Entre ellos, unos de los más notables fue el que escribió el corresponsal de «The New York Times» en la Guerra Civil española, Herbert L. Matthews, «El yugo y las flechas». La Esfera de los Libros acaba de publicar una historia gráfica y Susaeta le dedica un buen espacio en «Batallas de la Guerra Civil española».