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Periodista con botijo por José Luis Alvite

La Razón
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U n mes como éste, hace cuarenta años, empecé a trabajar como periodista en Compostela, en la redacción de un periódico muy mal impreso en cuya portada era fácil esconderse. Al poco rato de incorporarme me acerqué al taller y uno de los mozos de la rotativa me dijo: «Como supongo que te gusta el periodismo de calle, ¿qué tal si sales por aquella puerta y me traes agua fresca en este botijo?». Y eso fue lo que hice. No me importó en absoluto resignarme a la idea de que una fuente en Compostela y aquel botijo mamado fuesen lo más cerca que me estuviese permitido acercarme al sueño de ser corresponsal en Washington. Me conformaba con la expectativa de resistir hasta la muerte en aquel bendito oficio y que a mi familia le hiciesen luego descuento en una esquela en la que el cajista me hubiese puesto un apellido de otro hombre. El trabajo estaba tan mal pagado que podía contar el dinero con una mano sin dedos. La retribución no habría sido suficiente para independizarme y marchar de casa, así que no comprendo como me alcanzó para malograrme y coger algunos vicios. Muchas madrugadas me quedaba esperando a que saliese de la rotativa el ejemplar recién plegado y me hacía feliz la idea de saber que una de aquellas manchas en el papel era mi trabajo del día anterior. El resultado tipográfico no podía resultar más pobre. Era como si la delicada y trabajosa hilatura de mi texto hubiese acabado de vuelta en la madeja, como ocurría cuando en el ir y venir de su aguja de ganchillar tía Pepita concluía en un mantelito lo que esperaba que fuese una rebeca. Cuarenta años después me encuentro con que he llegado con aquel botijo a la contraportada de LA RAZON. Y aunque no haya conseguido grandes cosas, espero haber merecido al menos la esquela en la que caerme muerto.