Natación
Octubre por Julián Redondo
«Me basta mirarte para saber que con vos me voy a empapar el alma», le diría Julio Cortázar a Mireia Belmonte, la sirena que pidió prestado un bañador –le dejaron uno rosa, olvidó el suyo– para meterse en la final de los 800. Ojos azul turquesa que brillan como el Mediterráneo. Esconde, por timidez, nueve uñas de porcelana, perdió una; amuleto postizo, en la estela de aquellas genuinas que Florence Griffit, atleta inmortal, se llevó a la tumba con sus secretos. Ilumina Mireia el agosto británico, octubre severo y desapacible, como un otoño enemigo en Madrid. Duerme poco, nada mucho y despide rayos dorados con la medalla de plata, un apéndice. El octubre londinense no es el «Octubre» de la masacre de San Petersburgo que Sergei Eisenstein filmó con la colaboración de Stalin para celebrar el décimo aniversario de la Revolución Rusa. En éste, los héroes no utilizan bayonetas, sino raquetas, como Ferrer y Feliciano, y la heroína de bronce, Maialen Chourraut, sólo encuentra enemigos en los remolinos del agua. Deporte agotador, incruento.
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