Historia

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Las buenas intenciones por José María Marco

La Razón
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Lo peor del siglo XX se concentró en Santiago Carrillo. Su paso del PSOE al Partido Comunista resume la pulsión totalitaria que embargó a muchos en esos años y habría hecho de España, de haber triunfado, una sucursal del estalinismo soviético, con todo su cortejo de miseria, campos de concentración, asesinatos en masa y cerrojazo a cualquiera de los derechos humanos. Su responsabilidad en las sacas del Madrid del 36 y en las matanzas de Paracuellos del Jarama sólo se explica por la inmoralidad de la doctrina comunista y su desprecio de la vida. La larga trayectoria profesional de Carrillo como burócrata internacional del comunismo encarna el gusto por la sordidez y la cobardía que ponía en juego aquella organización movida no por una ilusión grandiosa, sino por el puro apetito de poder. Todo eso se reflejaba en su personaje, antipático y desafiante, como si supiera que contaría con la absolución de la Historia, y adornado con ribetes de bufón cortesano que tanta gracia hizo en su momento.
Todo lo redimió su contribución a la Transición española en los años setenta. Estuvo bien, y no vamos a discutir ahora si el resultado valía la pena. La superación de los enfrentamientos civiles, la Monarquía parlamentaria, la democracia liberal, la vuelta a la escena política europea y la prosperidad y la libertad de los españoles valen todo eso y mucho más.
Otra cosa es que los protagonistas de aquellos años, y una parte relevante de los dirigentes políticos de hoy en día, piensen que lo segundo no sólo redime, sino borra lo primero, como si no hubiera existido nunca. Muchos suponíamos que quienes actuaron como lo hicieron en esos años no tuvieron más remedio que aceptar que un hombre que representaba la quintaesencia del totalitarismo, como Santiago Carrillo, diera el visto bueno a la democracia liberal. Una paradoja muy propia del siglo XX quiso que en bastantes ocasiones la libertad tuviera que contar, para abrirse camino, con las bendiciones de quienes la habían aborrecido sin tasa. Pensábamos por tanto que quienes actuaron así lo habían hecho por pragmatismo, con la seguridad de que no se podía hacer otra cosa porque los políticos no pueden, efectivamente, luchar contra el espíritu de los tiempos, y ese era el que predominaba entonces.
El espectáculo de estos días lleva a variar esta consideración. Parece que no fue así y, según se deduce de lo que hemos visto, muchas de aquellas personas creyeron firmemente que Santiago Carrillo era un demócrata, un hombre prendado de la libertad de todos y un firme y generoso defensor de los derechos humanos. Asombroso. Otra posibilidad es que se haya tratado de un ejercicio de cinismo, lo que resultaría –la verdad– aún más inquietante.