Pintura
De Madrid al cielo por Patricia Navarro
Entraba la noche mientras Antonio, Chenel allá donde fuera, el maestro Antoñete, nos decía adiós. Un secreto a gritos silenciaba su enfermedad: los pulmones que hacía tiempo dificultaban la respiración. Despedir al maestro suponía resquebrajar la filosofía del toreo. El maestro del eterno mechón blanco logró convivir en las generaciones del ayer y en las de hoy. Entre sus muchas idas y venidas del toreo se entretuvo en entrar en el corazón de niños y mayores. Para el edén dejaría su actuación en solitario en Madrid. Bella despedida de la plaza en la que vivió durante su infancia, su adolescencia, mirando tras la puerta a las figuras que se jugaban todo en la Monumental.
Sueños de grandeza que supo consolidar en el ruedo: su clasicismo, su pureza y su verdad avalaron la vida del torero madrileño, víctima de su propia personalidad. De su infinita grandeza que habitaba en echar «la pata para adelante». Mirar de frente con huesos de cristal. En los últimos años disfrutamos de su casta a través de los micrófonos junto a Manolo Molés.
Aunque todavía así, alejado de los ruedos, al filo de la navaja en uno de ellos: el alma que quiere mientras el cuerpo ya no deja, difícil era imaginar al maestro sin retratarlo con su vestido lila y oro y su mítico mechón blanco, que no cubrió la memoria ni cuando las canas lo poblaron todo. Seguía siendo faro del toreo. El último trayecto de su vida, los años tranquilos, en la finca, con su niño, su mujer, las cartas y una voz ronca a fuerza de tabaco que lo decía todo sin apenas articular palabra. Hace tiempo tuve la suerte de entrevistarle. Un encuentro con esa mágica admiración que deja volar a las emociones. Cerca de cumplir los 80 seguía esbozando la faena ideal: «Ésa no llega nunca, te acercas, pero la que uno sueña ni llega ni quizá debe llegar». Ahí lo dejaba. Maestro, esta vez sí, de Madrid, al cielo.
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