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La encrucijada del BCE

La Razón
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España volvió a sufrir ayer el castigo del mercado. El Tesoro Público se vio obligado a pagar los mayores intereses desde 1997. Captó 3.563 millones de euros en bonos a 10 años, pero a cambio de sufragar un altísimo interés del 7%, un 30% más que la última subasta de este tipo y un nivel que, según todos los expertos, se considera insostenible a medio plazo. En esa espiral de desconfianza y vulnerabilidad, la prima de riesgo se situó al borde de los 500 puntos básicos y sólo la compra de bonos por parte del Banco Central Europeo devolvió el diferencial a los niveles del día anterior, que ya de por sí eran inasumibles. La vicepresidenta Salgado descartó la posibilidad de que España tenga que ser rescatada y afirmó que la sostenibilidad de la deuda española «está fuera de toda duda», pero el caso es que ese interés del 7% y la prima de riesgo estabilizada por encima de los 450 puntos sitúan a la economía española en una posición crítica. Es un hecho también que el contagio en el mercado de bonos se está propagando por Europa, aunque con intensidades distintas, y que el diferencial entre los bonos franceses y los alemanes, por ejemplo, escaló por primera vez en la historia los 200 puntos básicos. En esta tesitura, se acrecienta el debate sobre el papel que el BCE debe jugar en esta crisis. Mientras que gobiernos como el de Francia o España defienden una acción más contundente que la puntual compra de bonos por entender que el deber de la autoridad monetaria es asegurar la estabilidad financiera en Europa y no sólo la del euro, Alemania se niega en redondo no sólo porque no se encuentre entre las funciones del BCE, sino porque pondría en riesgo su credibilidad y su función básica, que es la de controlar la inflación. Lo cierto es que la alternativa de monetizar el endeudamiento soberano, con la compra ilimitada de bonos en línea con las políticas adoptadas por los bancos centrales de Estados Unidos y de Reino Unido, tiene su parte positiva, pero sus efectos no son inocuos. Desde luego, no existen soluciones sencillas ni ecuaciones exactas a una amenaza compleja. Pensar que si el BCE asume la condición de prestamista de último recurso se resolverá la crisis es poco realista. Es cierto que su intervención es necesaria para embridar la tendencia especuladora de los mercados, a los que hay que enviar un mensaje nítido de fortaleza. No es aceptable, por ejemplo, que la deuda soberana española sea sometida a presiones injustificadas. Por tanto, es deseable un protagonismo mayor del BCE que conjure la crisis de la deuda e insufle oxígeno a las economías acosadas, pero sin que se utilice como coartada para enmascarar la raíz del problema o para exonerar a los gobiernos de sus obligaciones fiscales. La confianza de los mercados se recupera con reformas de calado. Es preciso más Europa, lo que supondrá más disciplina y sanciones para los incumplidores, y muy probablemente nuevas cesiones de soberanía. Pero los políticos no pueden esperar que el BCE corra indefinidamente con la factura de gestiones desastrosas y con los balances de gobernantes que no han hecho ni los deberes ni los ajustes necesarios.