Crítica de libros

Gargantilla verde (III)

La Razón
La RazónLa Razón

Como suele ocurrir con las de su clase, la mujer hermosa de la gargantilla verde dejó en el plato más comida de la que le habían servido, no arrugó la servilleta, ni se despintó los labios al beber. Presumiendo que a ella le resultaría incómodo pedírmelo, le envié por el maître una nota poniendo mi coche a su servicio. Entendí que aceptaba sin necesidad de que me lo dijese. Lo supe porque las mujeres como ella adoptan frente a la cortesía de los hombres la actitud de alguien que incluso para recibir un favor se hace de rogar, de modo que invierten el valor real del gesto y convierten tu gentileza en un deber. Reconozco que me habría gustado conseguir su cuerpo y que a falta de eso, me conformaría con tener su alma. Al final ella se puso en pie y me sentí en el deber de salir a su rebufo casi sin haber cenado. Ella pasó delante, sin esperarme, dueña de su cuerpo y de su alma, sin que a mí me quedase otra opción que la de hacerme cargo de su factura. Me dolió que la suya fuese una actitud arrogante, pero también pensé que lo que hace apasionantes a muchas mujeres son precisamente esos hirientes detalles que al mismo tiempo que las descalifican las encarecen. En mi relación con las mujeres creía haber aprendido que los disgustos que te ocasionan dejan de ser vulgares en el momento en el que, además de a tu orgullo, afectan a tu bolsillo. La mujer hermosa de la gargantilla verde resultaba de una arrogancia cautivadora, insolente, y seguramente, carísima. Al salir a la calle la protegí de la lluvia con mi gabardina hasta que entró en mi coche sin molestarse siquiera en el falso ademán, tan femenino, de intentar abrir la puerta. Olía bien. A uno de esos perfumes caros, de mujer experimentada y resuelta, que uno sabe de buenas a primeras que con cualquier motivo permanecerán para siempre como un lastre en su conciencia. Le sugerí que hiciésemos tiempo en alguna parte hasta que por la mañana abriesen los talleres. Mi plan era retroceder hasta mi ciudad, ganando en la carretera el tiempo que aún tardaría en abrir las puertas de su local el barman del «Corzo». No dijo nada. Parecía seria, tal vez contrariada por el pinchazo de su coche y decepcionada por el desorden casi bohemio del mío. «Puedes ir tranquila –bromee–. Esto parece una barricada, pero no hay nadie al otro lado de los cascotes». Tampoco dijo nada. Su actitud tan seria y reservada me puso incómodo. La verdad es que me sentí estúpido e inútil, como si en medio de un naufragio ella tuviese la inquietante sensación de estar siendo salvada por un nadador con los brazos de azúcar…