Jerusalén
La guerra que no quiere acabar por Luis Suárez
Hace ya más de medio siglo que tuvimos la impresión de que un gran problema, el antisemitismo, había alcanzado una especie de superación. Una parte muy considerable del pueblo judío retornaba a la tierra (Ertz) de Israel recuperando las raíces que perdiera en el año 70 de la era común. Pero es indudable que nos engañábamos porque la cuestión, planteada como un tema político, una especie de indemnización por la brutalidad increíble del Holocausto, dejaba prácticamente a un lado las cuestiones verdaderamente esenciales. El Holocausto era término de llegada en una cadena multicular de odios en la que también los cristianos tuvimos, desdichadamente, parte, aunque no faltaran las advertencias. El Holocausto no era simplemente una cuestión étnica, de sangre y suelo como decían los nazis: apuntaba más lejos, a lo que el judaísmo como religión hecha cultura, había venido aportando. No iba a detenerse ahí sino que continuaría, como estaban experimentando ya los católicos polacos, por otras vías, aquellas que conducen al hombre a presentarse ante Dios.
Han tenido que llegar a la sede de Pedro, pescador judío, un polaco, Wojtila, y un alemán, Ratzinger, para que la Iglesia llenase por su parte el vacío. Está en juego algo más importante que el destino excepcional de ese pueblo que, superando las leyes de la historia, ha conseguido sobrevivir durante veinte siglos, sin que la carencia de suelo y de estructuras políticas impidiese el crecimiento de los valores a los que también los cristianos debemos mucho.
Todo esto debe tomarse en cuenta ahora que los misiles, desde Gaza, han vuelto a amenazar el suelo de Jerusalén. Pues Jerusalén no es únicamente la capital de un Estado: para todos los creyentes, en las tres religiones que invocan la memoria de Abraham, es ciudad de la paz. Esto significa su nombre y en él encontramos la clave misma del problema. No se trata únicamente de indemnizar a un pueblo por el crimen que contra él se cometiera, sino de dar un paso adelante como Benedicto XVI ha recomendado. La guerra que cada cierto tiempo retorna a los umbrales de Jerusalén no es una cuestión que afecte sólo a quienes en aquella tierra viven, sino a todos, especialmente a judíos, musulmanes y cristianos, que sentimos hacia ese suelo bendito una vinculación especial e irrenunciable. Mientras tengan allí las armas su protagonismo, permaneceremos encerrados en las cortinas donde late el odio, dispuesto siempre a reaparecer. Desde Irán, por medio de armas, se están facilitando las cosas a los fundamentalistas, que son un peligro que se manifiesta en todas la religiones. Es precisamente el fundamentalismo el que reinterpreta las palabras del Corán y hace de la guerra santa no un esfuerzo para llevar adelante su fe, sino una especie de invitación para destruir al no fiel.
No cabe duda de que, en los acuerdos de la ONU tras la segunda Guerra Mundial, se había recogido con acierto un doble argumento: debían establecerse dos estados, uno judío y el otro árabe, con respeto a la religión que los súbditos de uno y otro profesaran, pero entre los que fuera posible una convivencia, ya que el área económica de la región es mucho más amplia de lo que a primera vista pudiera parecer. Y de una manera más especial todavía había que conseguir que ese «retorno» a Jerusalén, ciudad destinada a servir de albergue a las tres religiones, la tarea intelectual y doctrinal recobrará su plenitud. Sin eso la gran operación habría fracasado. Pues bien; por mucho que nos duela a quienes sentimos en el alma la huella que ha dejado en nosotros el suelo de la ciudad santa, que es judía y no otra cosa, el programa constituyó un fracaso. Vinieron las guerras. Los fundamentalistas islámicos las utilizaron para hacer de Israel una especie de diana hacia la que deben apuntar los cañones, y quienes en raíces profundas del subconsciente alimentan el antisemitismo, para crear una especie de propaganda contra Israel, como si su existencia fuese la verdadera razón de un problema que se torna cada día más grave. Conviene no engañarse: en aquellas tierras se encuentra ahora el peligro de que se produzca una nueva guerra entre dos mundos provistos además de las armas de destrucción masiva que el progreso de la ciencia ha puesto a disposición de los belicosos.
Los gobiernos occidentales deberían tomarse muy en serio esta terrible opción buscando el modo de lograr una paz. Para ello es imprescindible alcanzar un cambio en las fuerzas que guían el interior de la comunidad musulmana. Los que ven en la paz y convivencia la meta verdadera y no los que se dejan arrastrar por el fundamentalismo, que es desvío de su propia doctrina. La Iglesia católica puede ayudar en esto. Pero la solución del problema tiene que venir de otro lado. No se trata únicamente de suspender las hostilidades, sino de construir un futuro en que tengamos muy presente la significación de Israel. Pisando sus calles muchos cristianos encontramos respuesta a nuestras preocupaciones. Porque allí están las raíces de un amor entre las personas, constantemente amenazado y vapuleado, pero que marca los caminos para el entendimiento. El mundo, en crisis, no puede seguir soportando esa guerra que no quiere acabar.
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