Valencia
Ese huracán de Levante
Orgullo de los pobres
Todo español de bien debería desear que el Levante se mantuviera durante muchos meses en la cúspide de la clasificación.
Todo español que no esté aún abducido por la dicotomía Real Madrid/Barcelona, es decir, todo español de bien, debería desear que el Levante se mantuviera durante muchos meses en la cúspide de la clasificación. Si la Virgen de los Desamparados nos hiciese el milagro, que aguantase hasta mayo y se llevase el título de Liga. Pero que esté tranquila la audiencia de «Punto Pelota», esos felices lacayos que gustan fardar del dineral del amo Florentino o del pastón del amo Rosell: caerá más pronto que tarde porque es la lucha imposible de David contra dos «Goliats», de Castelio contra dos «Calvinos». Al menos, que sirva su ejemplo para que el resto de los clubes de Primera se rebele con una versión futbolera del medieval Fuero de Sobrarbe: «Nos, que valemos tanto como Vos, y juntos más que Vos…».
Valencia es la única ciudad costera del mundo que vive de espaldas al mar, o sea, que también vive de espaldas a su club más marinero, el decano (ahí duele) nacido en El Cabanyal. Nunca han podido los levantinistas deshacerse del sambenito del pariente pobre. Ahora, con un equipo de veteranos del Vietnam y un entrenador que fue guardaespaldas de la Pantoja, celebra sus cinco minutos de gloria con la alegría desbordante que sólo los desheredados saben sentir. Y que se sigan gastando millones a paletadas el Villarreal (cero títulos en su palmarés) y el Valencia (la Generalitat al rescate), que ni siquiera tuvieron el gesto de votar simbólicamente a favor de que le fuera reconocido al vecino la Copa de España ganada en 1937. Me quito el cráneo, hermanos.
María José Navarro
Una ilusión pasajera
En breve, a Ballesteros se le empezarán a notar los años y los kilos. Al presidente se le quebrará la armonía y comenzarán las malas caras.
Que conste en acta, antes de que los levantinistas me cojan una manía espantosa: lo de hoy no es una opinión en contra, que ya les veo venir con el hacha entre los dientes, secundados por todos aquellos románticos del fútbol que apuestan porque el futuro sea de los modestos. Lo de hoy es, simplemente, un pálpito pesimista. El pálpito de que el sueño tiene fecha de caducidad, de que, desgraciadamente, la realidad vendrá a pegarnos un tortazo y a ponernos en nuestro sitio, vendrá y quitará la música y encenderá la luz y entonces volverán a ganar los de siempre, los clubes pequeños lo pasarán fatal, descenderán los que todos pensamos y será campeón uno de los dos equipos poderosos y sumamente cansinos. Es decir, que, en breve, a Ballesteros se le empezarán a notar los años y los kilos, con lo bien que nos sientan sus kilos a los que nos gusta mojar pan en la salsa de las albóndigas, y perderá la gracia. Al presidente se le quebrará la armonía, comenzarán las malas caras, los agentes achucharán ofreciendo soluciones a módico precio y, lo que es peor, no le saldrán las cuentas. La afición se desinflará, dejará de acudir, y regresará la apatía. Que se lo digan, por ejemplo, a mi querido Albacete Balompié, aquel «Queso Mecánico» al que ahora a duras penas le funciona el motor a pedales; que se lo digan a tantos y tantos equipos que también han pasado por esa ilusión pasajera. Me encantaría equivocarme. Y les aseguro que brindaría porque el Levante me diera en el morro con su éxito. Lo que me temo, sin embargo, es que esto será lo de siempre. Bienvenidos a Escocia.
Lucas Haurie
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