Nueva York
El fantasma del fanatismo
Nada tan irracional como el fanatismo. Nuestros ilustrados de finales del siglo XVIII y los liberales de comienzos del XIX ya emprendieron una infructuosa campaña contra él. Pero, aunque parezcan opuestos en sus fines, los mecanismos mentales de los fanatismos resultan parecidos. El fanático se opone a enemigos y éstos, a menudo, lo desconocen. Los islamistas, que atentaron en Nueva York, Londres o Madrid, por ejemplo, eran guerreros de una imaginaria guerra contra Occidente. Anders Behring Breivik, según su propio abogado defensor, se creía también en guerra contra el comunismo y el Islam. Su fanatismo se dirigía contra el partido laborista noruego, al que acusaba de permitir la penetración de extranjeros que profesaban una religión distinta a la suya. Se dijo que era masón, pero la masonería se define como antítesis del fanatismo. Se creía vinculado a un estado de opinión que ha penetrado en el norte de Europa (en el Sur ya existía), caldo de cultivo que favorece el despertar de mentalidades enfermas, que se manifiestan en ocasiones con una violencia indiscriminada. Hay fanáticos hasta de nuestros clubes de fútbol y también en ellos una pequeña minoría, que no los representa, puede llegar a la violencia. El rostro de este joven noruego, mientras era trasladado por la policía al juzgado, en las fotografías que ha publicado la prensa, reflejaba cierta paz, una autosatisfacción interior. Sin embargo, la no muy eficiente policía noruega le controla en la prisión para evitar un no improbable suicidio. La explosión en el centro de la ciudad de Oslo ha demostrado que los métodos utilizados por el terror, sea el que sea, no difieren. Pero la persecución y el asesinato de los indefensos jóvenes en la isla de Utoya con armas automáticas que habría escondido con anterioridad para perpetrar la matanza, siguiendo un plan premeditado, revelan una radical deshumanización.
Porque el fanatismo –alguno puede ser tan sólo de carácter ideológico y no violento– fue también característico del pasado siglo. Lo creíamos ahora ajeno y añejo, pero podemos sentirlo próximo, porque lo ignoramos o tolerarlo, como hicieran en su día aquellos alemanes que vitoreaban a Hitler y cerraban los ojos cuando las familias judías vecinas desaparecían u observaban desde lejos el maloliente humo de los crematorios. El humus del fanatismo son las crisis económicas. Sin el hundimiento económico de los EEUU en el crac de 1929, que irradió al resto de los países occidentales, tal vez los totalitarismos del pasado no se hubieran dado con tanta virulencia. La crisis que estamos atravesando, sin claras perspectivas de futuro, favorece los fanatismos. Porque si ni nosotros ni nuestra comunidad somos culpables, hemos de suponer que son «los otros», «los diferentes», por distintas razones, los responsables de nuestras dificultades. Es fácil construirse un enemigo y responsabilizarlo. Incluso pueden considerarse sectores responsables de todos los males económicos globales sin discriminación. Podemos identificarlos en el ámbito financiero o en el sector de la construcción.
Pero algunos problemas son fruto de la misma naturaleza humana. Siempre hubo fanatismos de diverso orden y tal vez seguirán produciéndose en un futuro. Nuestra agresividad resulta templada por una civilización que los occidentales creímos liberada mediante cierto orden social que calificamos de democracia. Pero también entre ésta crece la mala hierba del fanatismo y su derivación, la violencia. Escandaliza cuando se produce contra seres inocentes e indefensos. Pero tal vez convendría reflexionar sobre quienes esparcen las semillas del odio. En nuestra vida política cotidiana se confunde a menudo al adversario con el enemigo. No importa que se defiendan ideas con vigor, sin apearse de los principios, pero la democracia debe entenderse como el respeto hacia quien no comparta las nuestras. Los dictadores que lanzan sus tropas contra una población desarmada, quienes admiten las hambrunas o se sienten ajenos a hechos que sublevan las conciencias no son muy diferentes de este joven guerrero, cuya misión, según entendió, era combatir a sangre y fuego contra un imaginario enemigo. Todavía no sabemos si estaba solo. Tampoco llegaremos a saber si sus hechos recibieron la reprobación de aquellos sectores que entienden que hay que provocar a una sociedad adormecida. Los efectos de las crisis económicas se dejan sentir no sólo en las haciendas privadas y públicas, en el desmantelamiento del Estado del bienestar. Son también germen de fanatismos. No hemos logrado eliminarlos de nuestro horizonte, pero conviene desterrar cualquier complacencia con la violencia o el terror, venga de donde venga, aunque se entiendan como una mera teoría.
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