Eutanasia
Humo de inquisidor
Como ex fumador, albergo una prevención instintiva hacia las críticas contra la nueva Ley Antitabaco, que los fumadores combaten con un apasionado alegato en defensa de la libertad individual. Me chirría, por ejemplo, que se esgrima la virtud para proteger un vicio o que se apele a la libre voluntad para justificar una adicción. Una cosa es sacar pecho por unas convicciones éticas y otra bien distinta dejarse el pulmón por el placer del veneno. Sin embargo, como no conviene que el humo nuble la ecuanimidad de juicio, he de admitir que por muy encenagados que estén, los fumadores pueden ser esclavos del vicio, pero no del error. Tienen razón en que esta ley socialista va más allá de la razonable protección a los no fumadores e invade, con un furor puritano, el ámbito de lo personal. Esta tendencia de los poderes públicos a imponer «hábitos saludables» es como la fiebre del inquisidor que le impulsa a salvarnos de nosotros mismos. Incluso echando mano de la delación y de la denuncia anónima, esa conducta viscosa que ha alimentado las peores dictaduras.
Es comprensible que el Estado intervenga cuando hay conflicto entre derechos, pero ¿qué derecho se quebranta por fumar en los aledaños de un hospital, de un colegio o en un parque? Puede ser poco ejemplar o poco estético, pero de ningún modo supone agresión alguna. Es como si se prohibiera comer hamburguesas a la vista de los niños. Suelen aducir los fundamentalistas que el Estado está legitimado a intervenir en aquellos hábitos que encarecen la factura sanitaria, como el tabaquismo. Pero si se lleva este argumento hasta el final también habría que poner policías en los portales para que nadie saliera sin bufanda en invierno, pues la gripe es muy onerosa para las arcas sanitarias; o habría que racionar el número de fabadas y cocidos que se pueden comer al año para rebajar la factura del colesterol. Hasta se deberían prohibir los coches, pues la tasa de mortalidad viaria sigue siendo pavorosa.
Con esta reducción al absurdo se pone de relieve el intervencionismo que exuda la Ley Antitabaco. Nadie discute la necesidad de proteger a los no fumadores, pero sí el fanatismo que estigmatiza al fumador como a un ser insociable y que, sobre todo, invade ámbitos de la persona en los que el Estado no tiene ningún derecho a meter las narices. Menos aún un Gobierno que ha legalizado el aborto libre y sopesa hacer lo mismo con la eutanasia y el suicidio asistido, pero que persigue a la gente que se mata poquito a poco a base de nicotina, alquitrán y perseverancia.
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