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Terrorismo total: un mundo de serpientes en la sombra

Con una violencia brutal e indescriminada, Ben Laden declaró la guerra al mundo. Hasta su muerte, planificó atentar contra Estados Unidos. Cuando Ben Laden llevó a cabo su terrible amenaza, cambió la seguridad del mundo. Múltiples y pequeños terroristas son ahora el enemigo

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Pocos hombres han sido capaces de alterar el curso de la Historia. Desgraciadamente, Osama Ben Laden ha sido uno de ellos. Hasta sus enemigos han tenido que reconocer en el líder terrorista una serie de cualidades excepcionales como la coherencia entre su discurso y su estilo de vida, la constancia, y un magnetismo que le ha permitido influenciar a millones de musulmanes y convertirse en un poderoso símbolo del islamismo violento.

Sin embargo, esos atributos no son una causa suficiente para explicar la importancia de Osama como actor histórico. Si el terrorista saudí hubiese fallecido durante su participación en los combates contra las tropas soviéticas en el Afganistán de los años ochenta, o como consecuencia de una de las represalias orquestadas por Estados Unidos y otros países en la década de los noventa, Ben Laden habría ocupado un mero pie de página dentro del voluminoso libro de la violencia y el fanatismo en el siglo XX.

Durante años, Osama trató sin éxito de desempeñar el puesto de líder carismático de la lucha contra Occidente y sus aliados en el mundo musulmán. En 1996 declaró públicamente su guerra a Estados Unidos a través de una carta publicada en Prensa. Dicho acto pasó desapercibido para un país sobrado de enemigos de todo tipo. Incluso el reducido número de analistas de inteligencia dedicados a monitorizar el terrorismo internacional pensaban que el perfil de Ben Laden era el de un excéntrico millonario árabe que se dedicaba a financiar selectivamente los proyectos terroristas que otros le presentaban.

Frustrado por la escasa resonancia de su llamamiento a la yihad contra América, reiteró su declaración de guerra en 1998, esta vez en una rueda de prensa donde se presentaba a la opinión pública la creación de un altisonante «Frente Islámico Mundial para la Yihad contra Cruzados y Judíos». Dispuesto a no caer nuevamente en el olvido, Al Qaida atentó contra objetivos estadounidenses en África y Oriente Medio, mientras que su líder inició una etapa de apertura hacia los medios de comunicación, entre los que incluyó algunos de los principales canales de televisión internacionales.

Aun así, la resonancia de Ben Laden no iba más allá de los círculos islamistas más radicales y un pequeño grupo de especialistas que contemplaba con preocupación, no sólo el incremento de la agresividad del saudí y su organización, sino también la timorata respuesta de las diferentes Administración estadounidenses ante los ataques de Al Qaida, y su indecisión a la hora de pasar a la ofensiva contra Ben Laden y sus seguidores.


El cisne negro
Osama ansiaba prender la mecha que incendiase el mundo musulmán, provocando una respuesta violenta contra los supuestos responsables de la agresión que el islam y sus gentes estaban sufriendo. Sin embargo, lo que le terminaría otorgando un siniestro lugar en el panteón de los personajes más influyentes de nuestra época fue la determinación y paciencia que le llevó a no desfallecer ante los continuos fracasos de su estrategia para desencadenar una insurgencia islámica global. El líder terrorista asumió que su confrontación con la potencia estadounidense tenía que escalar a un nivel superior, y volcó los recursos de su organización en la minuciosa preparación de un atentado que por su magnitud no tendría parangón. La realización con éxito de los atentados del 11 de septiembre de 2001 se convirtió en lo que algunos autores llaman un «cisne negro»: un acontecimiento altamente improbable, pero de consecuencias descomunales.

Existieron numerosas ocasiones para que un complot tan ambicioso hubiese fracasado, lo que lo habría convertido en otro de los grandilocuentes planes que la población tiende a olvidar, como el primer intento de destruir las Torres Gemelas en 1993. Sus responsables, hicieron detonar una furgoneta cargada de explosivos, estacionándola cerca de los pilares de uno de estos rascacielos, con la esperanza de hacer caer una torre sobre otra y provocar varios cientos de miles de víctimas. Sin embargo, la arriesgada apuesta de Osama sí resultó exitosa, y el mundo contempló espantado las consecuencias que podía alcanzar un simple acto de terrorismo.


Cambio de paradigma
La muerte y destrucción generadas por el 11-S tuvieron la capacidad de transformar nuestra forma de contemplar la realidad que nos rodea.

Por un lado, los atentados forzaron un cambio de paradigma a la hora de identificar de dónde procedían las amenazas a nuestra seguridad. Los diferentes gobiernos habían vivido en un mundo donde las principales preocupaciones eran otros estados. Según esto, sólo las instituciones estatales eran capaces de generar la movilización de los recursos humanos y materiales imprescindibles para generar un problema de seguridad grave. Incluso cuando se contemplaba la problemática del terrorismo, siempre se hacía desde la perspectiva de su vinculación con otros estados. Difícilmente se podía asumir que una organización terrorista pudiese convertirse en una amenaza consistente sin el patrocinio, la tolerancia o la instrumentalización de un Gobierno extranjero. Ben Laden demostró que una red de individuos suficientemente motivados podían suponer una amenaza más preocupante que la proveniente de muchos ejércitos convencionales.

Por otro lado, el terrorismo de Al Qaida otorgó un sentimiento de credibilidad e inmediatez a toda una serie de miedos y fobias que hasta ese momento se habían movido en el ámbito de la especulación. Atentados llevados a cabo a través del ciberespacio, o actos terroristas capaces de provocar decenas de miles de víctimas a manos de fanáticos que hacían uso de armas químicas, biológicas o incluso nucleares, dejaron de contemplarse como los argumentos para un guión cinematográfico, y pasaron a convertirse en un escenario para el cual teníamos que estar preparados.

La percepción de que vivíamos en un mundo más inseguro e impredecible llevó a la Administración Bush a asumir como un principio para la acción política la llamada «doctrina del uno por ciento»: incluso cuando existía la reducidísima probabilidad de que tuviese lugar un acontecimiento catastrófico, había que asumirla como una certeza debido a que sus consecuencias eran irreversibles.

Desde la perspectiva de los viejos estadistas, el mundo posterior al 11-S es mucho más difícil de comprender. Un mundo donde se contempla con añoranza la lucha contra un «gran dragón» (como el que representaba la Unión Soviética en plena Guerra Fría), peligroso pero fácil de identificar, para dar paso a un estado de continua lucha contra «miles de pequeñas serpientes» que se mueven entre las sombras.


Fracaso de objetivos
La herencia de Ben Laden no es sólo un amplio historial de muerte y destrucción, sino un mundo más inestable como consecuencia del vigor de una doctrina para la acción terrorista y la atracción del mito del guerrero islámico capaz de humillar a sus enemigos. Una combinación que inevitablemente alimentará el rencor de las próximas generacionales de radicales. Sin embargo, Osama muere muy lejos de sus objetivos. No sólo no ha tenido lugar ese levantamiento masivo de la población musulmana tras los objetivos de Al Qaida, sino que estas sociedades han contemplado en su mayoría con indiferencia y cierto hartazgo la muerte de uno de los más persistentes profetas del miedo.

 


La ONU no tiene una definición de «terrorismo»
George W. Bush se encontraba en un colegio de Saratoga, Florida, cuando se produjo el ataque a las Torres Gemelas, el Pentágono y el abortado lanzamiento de un avión contra –se suponía– la Casa Blanca o el Capitolio. Estados Unidos estaba siendo atacado como nunca antes en su propio territorio. El presidente norteamericano declaró muy decididamente la guerra contra el terror y se comprometió a perseguir a los responsables de ese terrible atentado estuviesen donde estuviesen. Nunca hubo una intención política tan decidida para combatir el terrorismo a nivel global. Las Naciones Unidas aprobaron el 28 de septiembre de 2001 la Resolución 1373, cuya trascendencia reside en el hecho de haber creado obligaciones para 191 estados, más allá de los 12 convenios internacionales en vigor, pero que muy pocos estados ratifican. Dicha resolución supuso además un punto de inflexión para evitar complicidades con grupos terroristas. De hecho, la resolución obliga, además, a reprimir la financiación del terrorismo. La amenaza terrorista nuclear ha sido abordada mediante la Resolución 1540 por el Consejo de Seguridad de la ONU.
Sin embargo, para desarrollar una política antiterrorista común hay un problema de principio: la ONU no se pone de acuerdo en una definición de «terrorismo» que incluya que un pueblo «bajo ocupación extranjera tiene el derecho a resistirse».



La eficacia del suicida
Suele pensarse que el terrorismo suicida sólo lo aplica el islamismo radical, pero no es así: entre 1980 y 2001 –fecha del 11-S– hubo 186 ataques suicidas, pero 75 de los cuales los realizaron los Tigres Tamiles de Sri Lanka, un grupo marxita-lenisnista. En ese mismo periodo de tiempo, los atentados suicidas representaron el tres por ciento del total, pero el 48 por ciento de los muertos. Es decir, su eficacia destructiva es superior. Desde que es utilizado por los islamistas –en Líbano, Israel o, más recientemente, en Irak, Pakistán o Afganistán– funciona en el imaginario de las sociedades occidentales el sentido religioso y sacrificial del terrorista y, sobre todo, la conciencia de que ante una persona que quiere inmolarse no hay nada que hacer. Los atentados de las Torres Gemelas (en la imagen, la madre de una de las víctimas) inauguraron un nuevo terrorismo.


Manuel R. Torres Soriano
Es autor de «El eco del terror. Ideología y propaganda en el terrorismo yihadista»