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Compota de niebla
Marché de vacaciones hundido hasta las orejas en el desánimo y la verdad es que regreso abatido. En un cruce de carreteras antes de enfilar el puente que lleva a la Isla de Arousa arrimé el coche al arcén y vi en el suelo cientos de hojas caídas de los árboles. Soplaba fuerte el viento y las nubes estaban tan bajas que borraban la maleza, los pies y los perros. Ya hace años que no me meto en el mar, pero si aquella tarde lo hiciese, con seguridad sólo habría tenido el falso entusiasmo que un náufrago necesita para buscar la orilla nadando de brazos cruzados. Me pregunté entonces por qué diablos en mitad de agosto era otoño en aquel cruce de carreteras. Al otro lado del puente había gente al sol en los arenales de la isla y las olas morían mansas como hule, masticando invertebradas entre las dornas y lamiendo la piel de los chiquillos. Una noche me senté en la terraza de «Laya», en la bellísima plaza cambadesa de Fefiñáns, pedí un café con hielo y el camarero, que ya es amigo mío, me dijo que no me apurase, que había tiempo, que no le importaría esperar a que fumase ese último cigarrillo, que él sabe que en un tipo como yo siempre deja en el cenicero seis colillas. Las otras trece mesas estaban vacías y hasta la plaza llegaba sin embargo el ruido plural de la gente que cenaba a deshora en una luminosa calle adyacente. El camarero me contó que los veranos ya no eran como antes y que por falta de dinero para pagarse un segundo plato la gente masticaba más tiempo la comida. Recordé entonces el caso de un criminal compostelano desdentado por la mala vida que fingió enamorarse de una mujer mayor sólo para asegurarse de que ella le prestase de vez en cuando su dentadura postiza. Mientras convivió con ella, mi amigo delincuente sonrió los lunes, miércoles y viernes. El resto de los días estaba triste y delinquía. Supuse que lo suyo no era odio a la sociedad, sino la consecuencia de estar harto de masticar con las encías los fideos de la sopa. Al camarero de «Laya» no le dije nada. Pagué mi café, dejé en el cenicero las seis colillas de aquel último cigarrillo, volví al coche y arranqué. En la luminosa calle adyacente había mucha gente cenando arremangada en las terrazas. En la iglesia de San Bieito la campanada de la una de la madrugada sonó como si Dios hubiese metido un pie en un charco de urea. A rebufo de mi coche se cerró de nubes la noche y visto en el retrovisor del coche el puente hacia la isla parecía un peine de tiza caído en una canosa compota de niebla. A la mañana siguiente el viento había devuelto las hojas a los árboles y los niños corrían por la playa pisando sobre la canela del arenal la lepra fosca de la luz del sol. (A Teresa Rey Romay)
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