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Niebla con gabanes (V)

La Razón
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No puedo presumir de haber tenido un brillante expediente mientras permanecí enrolado en la Armada porque mi carácter indisciplinado me enfrentó unas cuantas veces con mis mandos. Sufrí severos reproches y un arresto ejemplar que estuvo a punto de dar conmigo en un aislado destacamento naval en Canarias o baldeando cubierta en cualquiera de aquellos viejos dragaminas que en las maniobras parecían sepulcros grises asomando apenas entre la maleza del oleaje. Al final pesaron algunas influencias y se decidió darme de baja en mi unidad a condición de que ni intentase siquiera acercarme por la zona. El capitán de fragata Edmundo Fraga ordenó colocar en el tablón de anuncios de la comandancia una nota informando de que había sido desmovilizado por enfermedad. Era domingo y no pude despedirme de casi de nadie. Me levantaron el arresto a las cinco de la tarde y recorrí Vilagarcía en ayunas, vestido de blanco con peto de gala azul, el lepanto calado dos centímetros sobre las cejas, cargado a la espalda con el petate de lona cruda, el viento alabeando los pantalones acampanados, elegante y proscrito, liberado contra mi voluntad de una odiosa disciplina que sin embargo empezaba a echar de menos. Estaba tan aturdido por mi liberación que ni siquiera me despedí de la chica con la que llevaba algunos meses tonteando a espaldas de mi novia. Se llamaba Pili Ríos Mulet y era asistenta doméstica en casa del corresponsal de «La Voz de Galicia». Me enamoré de ella mientras me aseguraba en casa de mi colega los botones del chaquetón azul de la Marina. Olí su pelo mientras cosía mi ropa con su aliento exaequo en la punta del mío y juraría que a la quinta puntada estuve tentado de pedirle matrimonio. A Pili su ropa tan ceñida le sentaba como una radiografía de tórax. Algunos de los textos que escribí entonces para «El Correo Gallego» mismo parecía que los hubiese redactado con su pelo rubio enhebrado en la aguja de coser. Yo era un poco cortado y casi no hubo sexo entre nosotros. Una noche le di un beso y ella reaccionó como si le hubiese arreado un cachete. «¡Jolín!, me haces daño», dijo. No volví a tocarla. «Te dejaré que me beses de nuevo cuando acabes la mili y yo compruebe que sigues a mi lado. No quiero que pienses que soy una fresca», me advirtió. Pensé en ella camino de la estación del tren después de serme levantado el arresto, pero preferí no despedirme. No habría sabido qué decirle y estaba tan desmoralizado por mi expulsión de la Armada que ni me habría atrevido siquiera a abrazarla. Supuse que yo para ella sólo era una vela de cera blanca en la que con los últimos fríos de mayo se hubiese encaramado una llama de hielo.