Buenos Aires
Enviada especial
Hace millones de años, en las redacciones trabajaba «la chica», que era flor de estufa. Luego el periodismo se feminizó, como todas las profesiones mal pagadas, y nos redimieron de aquello de no le digas a mi madre que trabajo en un periódico; ella cree que soy pianista en un prostíbulo. Durante una generación fueron escasas las periodistas en cargos directivos, mínimas las corresponsales e insólitas las enviadas especiales. Periodismo es oficio insalubre, y el enviado es un paracaidista sobre la nada. Un día mi periódico me llamó a Buenos Aires para que me acercara a Ecuador, y el «acercamiento» costó 16 horas de vuelo, y en el Matto Grosso abracé la malaria de por vida. Había mujeres magníficas, como Asunción Valdés, que pasó de redactora de Economía a directora de la Oficina de la Unión Europea en España, para recalar como Jefa de Prensa de la Casa Real. Hoy, las periodistas se dan a la incomodidad y el peligro del enviado especial, y en la traca del Mediterráneo hay más mujeres que hombres. Son idóneas por su resistencia a las incomodidades, su mayor percepción cerebral y su capacidad para emboscarse en el paisaje y para la improvisación. Dos relojes para las horas de cierre y de emisión, transporte milagroso a base de coimas, mordidas y sobornos, comida y lavabos de fortuna, buscar un intérprete, confiar en un guía. Les queda a mis compañeras, que como Gloria Lomana ya capitanean informativos y programas televisivos y revistas, dirigir un diario nacional. Casi la tuvimos: Soledad Gallego-Díaz no quiso dirigir «El país». Había leído a Mark Twain: «Espero que pese a mis muchos pecados, Dios no me castigue haciéndome director de un periódico».
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