Sevilla

Un candidato sin disfraces

Rajoy ha cambiado muy poco, en contenido y en continente, desde que se tropezó con la oposición

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Madrid– A las tres de la tarde del pasado jueves, Mariano Rajoy inició formalmente su campaña electoral en un AVE en dirección a Sevilla. «Lo que queda es lo más fácil, lo peor es la paliza de precampaña que dejamos atrás», se desahogaba entonces uno de sus acompañantes. Mirar al «candidato» es ver hecho carne el cansancio del que se quejaba ese colaborador. El jueves como día tipo de campaña comenzó a las seis y media, con parada en un acto con mujeres en Madrid, y por delante aún le quedaba un mitin en Huelva y pegada de carteles en la orilla del Guadalquivir sevillano.

El núcleo del escuadrón volante que acompaña a Rajoy se ajusta al hombre discreto, reservado, de palabras justas, y con un sentido del humor que sorprende si nunca se ha rascado en su coraza, en el que se refugia el presidente del PPcuando se libera de la presión de los focos. Ese núcleo lo capitanean Jorge Moragas y Alfonso de Senillosa, gabinete en esencia; Carmen Martínez de Castro, directora de Comunicación del PP; y Valle Ordóñez, la mujer sencilla y serena que lo supervisa todo, protocolo, coches, agenda.

Detrás del personaje público está el hombre que a sus 56 años ha aceptado imponerse una agenda de locos que incluye hasta clases de inglés –por cierto, a las que acude con una disciplina que sorprende a algunos de sus íntimos–. También está el hombre «cabreao» porque ya no puede ir ni siquiera a pasear con su esposa y sus dos hijos a su playa de Sanxenxo o a las que frecuenta en Canarias sin que algún «freelance» improvisado, y posiblemente sin carné de prensa, le robe instantáneas para luego malvenderlas, si acaso, a algún programa del corazón. Y está el hombre permanentemente conectado, sí, conectado a su iPhone y a su iPad, a los que ya casi siempre domina.

En una de esas pocas ocasiones en las que el «candidato» logra escapar de la efervescencia social que agita el tiempo electoral, Rajoy confiesa a este diario que en vacaciones es feliz vaciando su agenda de todos los compromisos que le asfixian el resto del año. El pasado verano, por ejemplo, no se puso ni una cena fuera y su mejor momento era a la caída del sol, en la terraza de su casa, con el ruido de fondo de «éstos» (los niños) enredando por allí, con una cervecita y picoteando algo con Viri antes de cenar. Al Rajoy no político le gustan lo justo los almuerzos demasiado sofisticados. Es feliz en una casa de comidas sin brillos deslumbrantes, pero con buenas materias primas. Es feliz dando largos paseos con su esposa o pescando con su hijo mayor, una afición que parece predestinada a anular los efectos de las ausencias y vacíos presenciales que impone la política. El segundo Mariano, el compañero de pesca, está estudiando el último trimestre de curso en Inglaterra, y para allá le llevará Viri el primer fin de semana después de las elecciones, «llueva, nieve o truene». El padre reconoce que le costó tomar la decisión de enviarle fuera porque «es todavía demasiado pequeño», once años, pero el primer mensaje que trasladó el chaval a casa era que «estaba de miedo y que había pescado no sé cuántas truchas». Así que ahora lo que le preocupa al padre es que además de pescar, estudie algo.

Una de sus obsesiones del día a día político, posiblemente por deformación de la dura oposición de Registrador de la Propiedad, es tener papeles y pedir papeles de todo. Sin ellos es un hombre desnudo, aunque luego no los use, aunque luego su único bastón en el mitin del día sean cuatro anotaciones confusas e ilegibles que ha trabado a última hora en el coche. Pero por si acaso su Gabinete le elabora siempre, para cada una de sus intervenciones, un completo dossier que ya se cuidan de que no desentone con la rigurosidad y exigencia de quien lo va a recibir, quien por cierto, lee mucho y rápido, también como exige el canon del opositor, y a quien le gusta más la letra pequeña de las crónicas que los titulares. Entre el Rajoy que en 2004 se tropezó sin haberlo nunca imaginado con la oposición y el Rajoy que hoy todos ven en La Moncloa hay más similitudes que diferencias, tanto en contenido como en continente, y pese a la lucha de su equipo por modernizarle.

Por muchas regañinas que le han echado –con la prudencia con la que se atreven a hacerlo en todas las cortes–, sigue sin prestarle atención al vestir, y si mantiene sus reticencias a quitarse la corbata es por respeto a la gente con la que está, una manera de ver la vida que le viene de su padre.

Tiene su gracia que después de 30 años en política todavía le produzca respeto cualquier intervención y todavía siga mostrando timidez cuando la militancia le asalta. En un escenario se le nota mucho el estado de ánimo, se le nota cuándo está diciendo realmente lo que piensa y cuándo está constreñido por la situación o por el tema que le marca la agenda. Visto con perspectiva, esa transparencia y esa inmovilidad es un valor te guste o no te guste lo que ves, porque al menos lo que te llega no es un disfraz. Por cierto, Rajoy no muestra su disconformidad a gritos, sino con silencios que algunos en Génova temen como al hambre.