Muro de Berlín
El último grande
Estos días celebramos el doble aniversario del nacimiento de Reagan y el de su acceso a la Casa Blanca. Antes de dedicarse a la política, Reagan trabajó con éxito como actor, representante sindical y relaciones públicas de General Electrics. Así consiguió una visión integradora de su país. En su momento, fue criticado con ferocidad por buena parte de la izquierda. La animadversión tenía su razón de ser. Reagan encarnaba la respuesta natural, se podría decir, a la ofensiva contracultural en la que se había embarcado buena parte de esa misma izquierda desde finales de los años 60. Sin embargo, Reagan no forzaba el tono: era simpático, amable y habiendo trabajado mucho tiempo en el Partido Demócrata, sentía alergia ante cualquier ideologización de la vida política. Reagan encarnaba el ideal norteamericano de libertad, igualdad de oportunidades y juego limpio. No era, ni mucho menos, un hombre común ni sencillo, pero toda su acción política giró en torno a la confianza en el sentido común y en la capacidad de todos los seres humanos para apreciar la libertad y sus beneficios. Por eso, aunque desconfiaba de las actitudes emancipatorias que llevaron a Carter, su predecesor en la Casa Blanca, a abandonar al Shah en Irán o a dejar caer al dictador Somoza frente a los comunistas nicaragüenses, también sabía presentar con claridad el gran argumento de las democracias liberales a favor de regímenes que se sustenten en la tolerancia y la autonomía de los seres humanos. Estos días los países democráticos han oscilado entre el apoyo –supuestamente realista– a una dictadura como la de Mubarak y el respaldo –más o menos resignado– al movimiento revolucionario. Echamos de menos líderes como Reagan, capaces de encarnar y articular una visión liberal y democrática del mundo. No es cuestión de nostalgia ante la antigua grandeza, casi siempre poco ejemplar, de Occidente. Se trata de la capacidad para presentar un discurso y una actitud que muestren que nuestra propia forma de vida sigue siendo atractiva. ¿O acaso Reagan fue el último de un mundo ya perdido?
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