Historia

Estados Unidos

Penumbra puerperal

La Razón
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Fui uno de los miles de españoles que asistieron emocionados a la retrasmisión de la llegada del hombre a la Luna. Como tantos otros, aprendí entonces de memoria el nombre de la cápsula espacial y del módulo de comando y, naturalmente, el de los tres astronautas protagonistas de la proeza. Acababa de dejar atrás la larga adolescencia de los jóvenes de entonces y la referencia de Armstrong, Aldrin y Collins se sumaba como novedad a los cromos de los futbolistas, al álbum de los ases del ciclismo y a la enumeración casi mecánica de las míticas y abundantes figuras del boxeo. Fue una retransmisión emocionante que pudimos descifrar aguzando la vista al mirar aquellas imágenes lunares, tan borrosas como la ecografía de un embarazo. Fue sin duda un hito histórico, un episodio inolvidable que algunos recibimos con euforia contenida y otros acogieron con un escepticismo teñido de corrosivo materialismo soviético en un momento en el que Estados Unidos y la URSS se disputaban a cualquier precio la primacía espacial. Mi admiración por la proeza de los norteamericanos fue sincera, aunque debo reconocer que no duró mucho. Al día siguiente, mi madre me pidió que subiese desde el portal la bombona del gas butano y al sentir la incomodidad de remontar las escaleras de dos pisos cargado con aquel maldito peso, me pregunté si la llegada del hombre a la Luna no sería una conquista menor pensando en la necesidad que teníamos de que la NASA nos instalase un ascensor en casa. A los muchachos de entonces no dejaba de parecernos injusto que mientras que los americanos ponían sin esfuerzo a tres hombres en la Luna, a muchos de nuestros barrios no llegasen siquiera los autobuses urbanos. Yo tenía entonces una novia que todavía llevaba calcetines a pesar de ser adolescente. Una tarde le comenté que los americanos habían llegado a la Luna y en cambio por culpa de su maldito pudor yo ni siquiera había conseguido poner mis labios en los suyos. Me aplanaba la idea de vivir en un país en el que la moral podía más que la ciencia, un lugar en el que un turismo aún incipiente empezaba a desterrar entre los provincianos la idea de que en un cine a oscuras Dios tenía, con los ojos cerrados, mejor vista que el acomodador con la ayuda de su linterna. Recuerdo que me dejé con aquella novia a los pocos días de llegar los americanos a la Luna. Ella no dijo nada y yo no creo haber sufrido mucho. Supongo que pensó, como yo, que habíamos sido víctimas de vivir en un país en el que solo era imaginable que un astronauta viajase al espacio si lo lanzaban en tren, un lugar retroactivo y marrón en el que se consideraba sexo la suerte de que una mujer te dejase meter la mano en la penumbra puerperal de su bolso.