San Francisco
Pasen y vean
Salta a la vista que las sedes donde preparamos la JMJ –centros de acogida—no son grandes almacenes, ni parques de ocio, ni las oficinas de una gran empresa. Tampoco modernos centros comerciales con microclima y música de fondo. El diseño ha brillado por su ausencia y sus escaparates no nos seducen con esas cosas inútiles (desde un alfiler a un elefante) que parecen imprescindibles por lo atractivas que se presentan, aunque tampoco nos faltan cosas.
En nuestras sedes apenas ha podido verse estos días lo que tenemos, pero sí lo que hacemos y, más aún, lo que somos. Se percibe la entrega, un trabajo y la dedicación –y es mucho más lo que pasa desapercibido— realizado con escasos medios materiales y ausencia total de oropeles, pero que es del todo real, sin trampa ni cartón. Nuestra acogida diocesana es una experiencia eclesial, una vivencia espiritual, como lo es también la JMJ. «Acogeos mutuamente como Cristo os acogió para gloria de Dios» (Rm 15,7), con los sentimientos de Cristo.
Centenares de jóvenes y adultos han dado lo mejor de sí mismos viviendo la comunión. Acoger ha sido un ejercicio de amor desprendido y laborioso que anuncia una Iglesia viva, rejuvenecida, disponible para trabajar por Cristo y por el evangelio. Y, además, un gran consuelo: nos conocemos más, compartimos todo con vecinos y lejanos, y nos edificamos con los testimonios de fe del mundo entero. Está calando en nosotros esa alegría del bien ajeno (que es lo contrario de la envidia), una experiencia de desinterés y magnanimidad en la que parece que no existe lo imposible cuando se trata de servir a otros. Y es que «acoger» es dar y recibir, sembrar y cosechar, pues –como diría San Francisco– «la alegría perfecta nace de la fe y de darse a sí mismo». «Nada es verdaderamente nuestro hasta que lo compartimos», dice C.S. Lewis. Lo demuestra nuestra fe, y lo comprueba la solidaridad, esta gratuidad «sólida» que nos orienta a la civilización del amor.
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