Crisis económica

La pobreza y sus aventuras

La Razón
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Las bellezas, incluso las imaginadas, las marmóreas y las inmortales, acaban por aburrirnos. De Sofia Loren a la Venus de Milo, todas se nos enfofan, se vuelven invisibles si se da la oportunidad de que una empresa de mudanzas o nosotros mismos un día de éxito les hagamos sitio en el salón. Nuestras catedrales, el Taj Mahal y la Torre Eiffel, trasegadas este septiembre, advenedizo e idéntico en intenciones a todos los demás septiembres, sólo son, a fuer de costumbre, un borrón más en el paisaje. Los monumentos están debidamente colocados en los mapas sólo si los mapas los consultan manos y ojos nuevos de turista. Se corre el riesgo de que la ceguera del lugareño, de los avecindados, autorice tácitamente a un primo a aprovechar la noche para intercambiar sillares de un campanario por ladrillos de un bloque de viviendas sociales. A la mañana siguiente, tal operación pasaría desapercibida y en la misma esquina estaría recién colocado, para estrenar el día, el pedigüeño cotidiano: un pobre, una vieja enlutada y con joroba, un lisiado, un menguado, una vendedora de claveles, un borracho o un niño. Ninguno con rango dramático suficiente para hacer el milagro de la conversión de los que van a la oficina, de los que se acercan a comprar el pan ni tampoco de aquellos que, solícitos, encienden el monedero con una limosna y aplacan el hambre de la conciencia. A estas desgracias toleradas nos vamos acostumbrando los días laborables y ya estamos tan hechos a ellos como a los luminosos, a los monumentos y a las broncas paternales, balsámicas y antiguas. De la pobreza cercana, como del amor conquistado y enmohecido, hay hartazgo. Se necesitan estímulos y pobres más pobres, pobres legítimos y lejanos, de Mali, de Mauritania o de Burkina Faso que, a cambio de su pobreza brutal y de su muerte, nos ofrezcan una aventura y un pellizco de vida literaria. Con este planteamiento, hemos llegado al punto de partida de Roque Pascual, Alicia Gámez y Albert Vilalta, dispuestos a conquistarse a sí mismos, viajando en cuatro por cuatro por el desierto, igual que antes necesitamos episodios con barcos y colonos para notar un soplo de vida y una temperatura. Recuerda Azorín, sencillo y perspicaz, a la señorita que «castigaba» el piano sin saberlo tocar, sin siquiera conocer aquella partitura que se atrevía a tocar. Ocupaba las tardes aporreando las teclas. Se observa que, en todo esto del rally de las ong's, hay tozudo aporreo por combatir la pobreza. La necesidad de aventura de Pascual y cía ha derivado en una oportunidad de lucimiento para Zapatero, dispuesto siempre al arrullo de aquellos «españoles por el mundo» con los que se saca brillo a las uñas. También decía Azorín que hay un número finito de vivencias y que éstas se reparten mal entre los hombres, haciendo a unos tristes cadáveres con vida y a otros, personajes repletos. En un mundo exacto y frío, los estados guardan en un archivo el número de pobres, sus grados y los lugares donde malviven y mueren. Si hay voluntad y la conciencia nos muerde el sueño, pasa por exigir que nos aclaren a cuántos cabemos por cabeza.