Presentación
Pasar por caja
El talento tiene un precio, por escaso y valioso, y no es ni bueno ni malo que se cotice al alza. Nada que reprochar que en la empresa privada los artistas estipulen sus emolumentos en función de su valía y de su rentabilidad artística y económica. Pero cuando los honorarios corren a cuenta de los ciudadanos sería deseable más prudencia y mesura, aunque sólo sea por una serie de garantías que tampoco tienen precio: una estabilidad laboral, la posibilidad de hacer grandes montajes sin mirarse el bolsillo, la probabilidad más que certera de cimentar un prestigio en teatros con tanta solera como el Español... Cualquier actor, director o artista debería saber, y asumir, que no se llega a un cargo público para ganar dinero. Deberían tener voluntad de servicio público, más aún en un asunto tan sensible, por subjetivo, como la cultura, e interiorizar que los réditos del trabajo bien hecho no pasan necesariamente por la cuenta corriente.
Como dijo ayer el delegado de Las Artes, Fernando Villalonga, no hay por qué dudar de la buena fe de los artistas, aunque, en algunos casos, yo la pongo en cuarentena por la simple razón de que algunos se han dormido de los laureles confiados de que nadie les va a mover de la silla por ser personas «de confianza». Muchos otros son independientes que a la mínima dimiten si lo consideran conveniente. Son los menos, pero eso no limita la dignidad que está detrás de su renuncia. Pero sí intuyo mala fe en quien les ofreció unos sueldos muy por encima del precio de mercado. Cuando la lealtad se mide en euros malo y no es conveniente que los responsables públicos caigan en esa torpe tentación que pagamos el resto y, lo peor de todo, sin enterarnos.
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