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Corazón Aguirre por J A Gundín

La Razón
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El gran fracaso de Esperanza Aguirre como gobernante es no haberse forjado unos adversarios dignos de su talento y a la altura de su coraje. No tuvo suerte con la morralla que le salió al paso y ahora, como Aquiles ante Héctor, lamentamos la poca hechura de sus oponentes, inhábiles para dar lustre a una biografía o para enhebrar un endecasílabo de venturosa memoria. Aguirre se va invicta, y con el honor de haber elegido ella misma el día y la hora del sacrificio. Nadie supo dar con su punto débil, que no eran su talón de espuela ni su pecho alanceado, sino los remordimientos de una madre que cada noche se preguntaba si merecían la pena las heridas del combate y tantas horas hurtadas a unos hijos que crecían sin pedir permiso. De haber sido varón, no nos engañemos, no habría noticia. Sin embargo, el tributo que ha de pagar una madre metida en política es infinitamente mayor y de más larga redención. ¿Alguien se imagina a uno solo de los gobernantes varones de hoy, ya sea alcalde, presidente autonómico o ministro, anunciando su dimisión porque quiere ver crecer a sus nietos y darles el beso de buenas noches contándole los cuentos que no pudo leer a sus hijos? Francamente, yo no me imagino a ninguno, por más que sean padres bondadosos y ejemplares. Me entristece la retirada de Aguirre, porque todos perdemos a la mejor política española en activo, y cuando digo todos incluyo a esa caterva de mediocres y resentidos cuya ocupación vital más elevada era desearle la muerte cada quince minutos. Me apena, pero me enorgullece la elegancia de su despedida y la grandeza de sus razones. La dignidad de su gesto honra la política y nos reconcilia con los políticos, pese a la flaqueza de nuestra fe en ellos. Doy mis impuestos por bien empleados.