Londres

Una década contra el terror

La Razón
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El 11 de septiembre de 2001, diecinueve terroristas suicidas acabaron con la vida de casi 3.000 personas en suelo estadounidense, cambiando así el rumbo de la historia. Los atentados contra las Torres Gemelas y el Pentágono, además del frustrado ataque al Capitolio, cumplen hoy diez años y la sensación es de que las democracias occidentales están preparadas para hacer frente y derrotar a la amenaza del terrorismo islamista.

El responsable de aquellos actos, Osama Ben Laden, prometió entonces «desangrar a Estados Unidos hasta su quiebra». Y a pesar del altísimo coste humano y económico del 11-S y de las posteriores operaciones militares, una década después es evidente que el plan trazado por Ben Laden ha fracasado. La decidida actuación de la comunidad internacional, liderada por las administraciónes de Bush y Obama, ha hecho posible la caída del régimen talibán en Afganistán y de la dictadura de Sadam Hussein en Irak.

Con Ben Laden eliminado y con una Al Qaida más fragmentada, Occidente sabe hoy mejor que en 2001 cómo se comporta su enemigo. Ello no ha evitado errores, especialmente relevantes en la planificación de la posguerra en Irak.

Tampoco los avances en las medidas de seguridad y en las agencias de inteligencia han impedido que Al Qaida haya vuelto a sembrar el terror desde aquel 11-S. Los atentados de 2004 en Madrid, tres días antes de unas elecciones, y de 2005 en Londres, un día después de que la capital inglesa fuese designada sede de los Juegos Olímpicos, subrayaron la voluntad del radicalismo islámico no sólo de provocar muerte y destrucción, sino de alterar el modo de vida del mundo libre. Indonesia, India, Egipto, Turquía, Jordania, Argelia y, por supuesto, Irak y Afganistán han sufrido también durante esta década el zarpazo de las células que integran Al Qaida. A pesar de estos reveses, cada vez más señales invitan a ser optimistas en la guerra contra el terror.

También dentro del mundo árabe. Las revueltas populares en Túnez, Egipto, Siria, Libia o Yemen, aunque lejos aún de significar la llegada de modelos democráticos, han demostrado dos cosas: que Al Qaida no goza de la influencia que se arrogó entonces en el mundo musulmán, y que la causa del atraso y la violencia que padecen esos países no es Occidente, sino sus propios regímenes dictatoriales, como los de Al Assad, Gadafi o Ahmadineyad. La indiferencia con la que fue recibida la muerte de Ben Laden, con la excepción de los núcleos más radicalizados de Pakistán y de los palestinos de Hamas, que llegaron a calificar al terrorista de «guerrero santo», constituye una prueba más del descrédito de una organización terrorista que se autoproclamó portavoz del islam pero cuyas víctimas mortales han sido principalmente musulmanas.

El principal reto se centra ahora en Pakistán, única potencia islámica nuclear, y actual refugio de terroristas. España, por su parte, sigue hoy siendo objetivo prioritario de aquellos que promueven la guerra santa. Esta amenaza justifica nuestra presencia en Afganistán, Libia y Líbano, como en su día estuvimos en Irak. De nuestro compromiso con los aliados dependen nuestra libertad y seguridad.